Renato Lessa
“O nome do destruidor é Destruidor, é o nome do destruidor”. Arnaldo Antunes, A face do destruidor
Lo que llamamos “bolsonarismo” es un fenómeno sin concepto. La obsesión por atribuirle uno – fascismo, populismo, autoritarismo, necropolítica, lo que sea – surge de la perturbación que sentimos ante objetos sin forma, dotados de una concentración insólita de negatividad, expresiones de un insoportable “absolutismo de lo real”. La propensión humana a las fabricaciones de conceptos es, de hecho, un recurso de autoprotección que proporciona un sentimiento de familiaridad ante lo inaudito. Es un sentimiento que resulta de tener un nombre para todo, sin importar lo aterrador que sea.
Es una cuestión arcaica, ya inscrita en el diálogo platónico del Fedón, y retomada en nuestra contemporaneidad por el filósofo alemán Hans Blumenberg (1920-1996), cuando abordó los temas de la «no-conceptualidad», los regímenes metafóricos y el «absolutismo de lo real»[1]. Además, la lógica de la autoprotección, a través de la atribución conceptual, sigue el modelo de cumplir con una expectativa: el concepto, aplicado a la cosa es inductor de predictibilidad. Nos brinda la sensación de “saber de qué se trata”; el valor psicológico del concepto excede en ocasiones su supuesto alcance cognitivo. En la relación entre el cumplir y la expectativa, esta última se encarga de configurar la primera.
De todos modos, movido por una sensación de inutilidad del concepto, pienso en la posibilidad -y el imperativo- de una fenomenología de la destrucción, sustentada en la siguiente intuición: el “bolsonarismo” no posee una historia intelectual ni siquiera una historia política que lo explique. Debe mostrarse, en mi entender, mediante una historia natural o una historia de sus efectos destructivos. El objeto – o el nombre – en cuestión no se declina aquí como un «concepto»: tiene más que ver con la etiqueta colocada en el cajón para indicar que allí se alberga colección de cosas extremas y abyectas. Un tipo de colección que, en condiciones normales, revelaría a su coleccionista como sujeto de especial cuidado. Para eso sirven los nombres: conceptos que no están precedidos ni comandados por intuiciones no son más que delirios positivistas; las intuiciones sin nombre para las cosas son como mapas genéricos de ciudades, desprovistos de rutas.
En los tiempos que corren, el negocio es no involucrarse mucho en eso y seguir la máxima de la gran antropóloga británica Mary Douglas (1921-2007): “poner la inmundicia en foco”[2]. Algo que, como bien advertía, afectará a nuestros modos habituales de cognición, generalmente concentrados en buscar una elucidación de las cosas, a través de la detección de causas y una precisa determinación conceptual. En el diálogo del Fedón platónico, Sócrates “vio” en el concepto del Sol lo que no podía ver en la cosa misma, a riesgo de quemar sus retinas. Me temo que para proceder con el ajuste del ojo, tendremos que quemar las nuestras.
Hacer del país un ejemplo
En el estado actual de la situación, el interés cognitivo por Brasil por parte de la comunidad científica internacional, parece ser directamente proporcional al éxito de la proyección del país como un paria planetario. Un interés, por supuesto, impulsado por la abyección y el asombro generalizados, dado el factor de riesgo de salud global involucrado: el término “Brasil”, en una reinterpretación desastrosa, merece una invitación a la profilaxis. Cuius culpa? Mérito exclusivo de un consulado que, aunque contrario a la idea misma de la globalización, globalizó a Brasil como un paria. Una proyección que resulta del proceso más extremo de “desfiguración de la democracia”[3] en marcha en el planeta. Un proceso cuyas señales son detectables a una escala igualmente global, pero que en las plagas brasileiras incide con mayor radicalidad. Un noble efecto de la colusión dirigida por el amigo-de-la-muerte, expresión que es válida como el sustrato real de la marca de fantasía “Jefe de Estado”.
Hechas las cuentas, se trata de un desastre marcado por un paroxismo doble: pandemia y pandemónium. Nos superamos en estas dos dimensiones, algo digno de grandes huestes de desgracias. Esto no es para cualquiera. El país, con más de noventa variaciones virales, se convirtió en un laboratorio privilegiado para la investigación de la pandemia. También califica como una excelente oportunidad para estudios de caso sobre la deconstrucción civilizatoria. En cualquier caso, se trata de ocupar la vanguardia y tener mucho que enseñar al mundo: seguimos con el mote de país notable, pero en la pendiente de los infinitos negativos. Si se sigue de ese modo, habrá que temer el futuro en el que supuestamente seríamos, según Stefan Zweig, “el país”.
En el resto del mundo, sin embargo, persisten fragmentos de difusa simpatía. En clave menor y personal, es lo que pude constatar con el gesto de Monsieur Mayer, un veterano farmacéutico parisino de la Avenue de Saxe, no lejos del Instituto Pasteur. Al inocularme con la primera dosis de la vacuna contra la Covid19, me dijo: «c’est pour l’amitié franco-brésilienne«. Vacunado, salí tocado por el gesto discreto y desprovisto de solemnidad, y pensé: Monsieur Mayer debe ser de la cepa de los franceses que se comportaron bien durante la ocupación alemana (1940-1944). Sin heroísmo armado, pero de alguna manera observando una regla tan básica como obsoleta: alucinar a toda la humanidad en cada individuo; tratar a cada uno como un fin, nunca como un medio.
Monsieur Mayer no sabe nada sobre este inoculado, excepto la distinción de la declinación cortés “Monsieur Lessa «. Bastó un minuto efímero y el espacio exiguo del cubículo, además del líquido y la aguja, para que una curiosa mezcla de impersonalidad y de espíritu solidario compusieran el momento. Monsieur Mayer es parte de la miríada de operadores solidarios en acción en todo el mundo. Como los que persisten en Brasil en el combate a la enfermedad y las emanaciones sulfurosas del amigo-de-la-muerte, así como en el cuidado del inmenso contingente de víctimas.
Dimensión tácita
Esa no solemnidad en los actos practicados por los operadores solidarios conlleva una pregunta intrigante: la ausencia de la declinación impostada de lo que sería el fundamento del acto solidario hace que éste adopte la forma de un gesto automático e irreflexivo. Lo contrario sería un tanto absurdo y ridículo: suponer que cualquier acto o gesto ordinario debe ir precedido de un extenso y ruidoso exordio, como justificación y condición de inteligibilidad. En otras palabras, la boutade de Monsieur Mayer, recién referida – “c’est pour l’amitié franco-brésilienne” – vale por lo que vale: simplemente una fórmula pulida, que que encierra la implicación particular de algo no declarado, dotado de un carácter general y de incidencia menos específica: vacunar a todos, sin importar quién. Esa fue, creo, la pequeña y silenciosa metafísica que sostuvo el acto solidario del farmacéutico kantiano – sans le savoir – de la Avenue de Saxe.
Lo que parece subyacer a los gestos y acciones simples y comunes de la solidaridad y el cuidado es algo emparentado con lo que el filósofo y químico húngaro Michael Polanyi (1891-1976) llamó “conocimiento tácito”[4]. Polanyi, por cierto, habló de algo inherente a cada ser humano, en cuanto a la práctica de un «conocimiento personal»: cada uno sabe más de lo que es capaz de decir y es poseedor y practicante de conocimientos que sustentan una determinada capacidad para actuar. Algo, por tanto, que no se traduce en las palabras, sino que emerge en la acción misma, una facultad que no está basada en saber decir, sino en saber hacer.
La intuición de Polanyi, aunque se centra específicamente en el proceso de conocimiento, puede extenderse a otros aspectos de la experiencia humana. Así como existe el “conocimiento tácito”, es posible imaginar la presencia de dimensiones tácitas en las que se fijan sentimientos morales y creencias de reciprocidad. Claro está que no se trata de suponer que sean naturales e innatas, ya que resultan de acumulaciones culturales que se fijan -quién sabe cómo- a lo largo del tiempo, tanto a escala individual como intersubjetiva y compartida. Hablo de un complejo invisible de expectativas conductuales y creencias de reciprocidad y pertenencia que, aunque presentes, no exigen de una enunciación explícita cuando producen sus efectos.
También está claro que esa esfera subyacente y tácita no es el refugio exclusivo de creencias y sentimientos de empatía. Esta no se mide según los indicadores excluyentes de ausencia o presencia, sino observando su alcance e incidencia: cuándo y dónde está, con cuáles implicaciones, a quién va dirigida, a quién se le niega. La esfera tácita a la que me refiero está presente de un modo más difuso, en la variedad de nuestros juicios y acciones dotadas de implicaciones prácticas y morales. Cumple la función de un indicador primario de lo que nos parece aceptable o no. Su consistencia expresa el establecimiento de límites de lo razonable y lo esperado: es lo que se evidencia en frases tan sencillas como cotidianas como “esto ha cruzado la línea” o “no es posible que esto haya sucedido”.
Parece razonable suponer que tales sentencias surgen de un sentimiento de que algo ya declarado y establecido tácitamente ha sido agredido por algún tipo de acción o acto declarativo. La generalización de un lenguaje político en el que todo puede decirse, asociado a exhortaciones escatológicas y eliminatorias, supone la rarefacción -o incluso desfiguración- de una dimensión tácita.
La declaración de un fidedigno representante del nuevo grupo de ocupación en el Palácio da Alvorada (Brasilia), en enero de 2019, marca el tono: “… nosotros no reconocemos límites”. Aquí tenemos una cristalina vocalización del deseo de traspasar una dimensión tácita, cuya mínima consistencia se deriva del principio mismo de la existencia de límites. Tal vez ese fue la declaración más radical proferida por los elementos del nuevo orden, ya que enuncia el principio trascendental -o la metafísica- de los actos singulares de destrucción que se sucedieron en el orden del tiempo. No tener límite es tomarse a sí mismo como un límite; es establecerlo en cada acción, para ir más allá en la siguiente. Es un situacionismo puro: en ese paraíso tan libertario, cada acto fija su propio límite, solo para ser superado inmediatamente. El posible efecto final es la reconfiguración radical de la dimensión tácita a partir de la naturalización del anti-regla de que “no hay límites”.
La palabra podrida
O velho abutre é sábio e alisa as suas penas
A podridão lhe agrada e seus discursos
Têm o dom de tornar as almas mais pequenas.
Sophia de Mello Andersen, Livro Sexto, 1962
No es novedoso. La destrucción se da en las palabras y en los actos. El modo de destrucción radica en la posibilidad de pasar directamente al acto: no hay ninguna mediación entre la brutal palabra del preámbulo y su más pura consecuencia. Además, el uso del lenguaje de amenaza y ofensa parece seguir el modelo de una peste, atendiendo una lógica de infestación análoga a la actual expansión viral incontrolada. La analogía ayuda a comprender las razones, digamos, más profundas de la percepción de la pandemia como un hecho de la naturaleza: “nada se puede hacer”; «¿y qué?[5]«. Existe, al menos, una analogía formal entre los modos de plaga lingüística y los modos de contaminación viral. Desde ese ángulo, el horror del amigo-de-la-muerte a la vacuna y su defensa de la «libertad» cobran un perfecto sentido.
El filósofo y psicólogo escocés Alexander Bain (1818-1903) en su libro más importante, The Emotions and the Will, de 1859, definió la creencia como un “hábito de acción”. Dotadas de un contenido propio, las creencias se alimentan de su capacidad práctica para fijar hábitos y modelos de acción. Una fijación que de ninguna manera prescinde del uso del en tanto describe como prescribe formas de actuar. En el mismo acto de nombrar las cosas, la palabra sirve como preámbulo de pasar al acto como de futuros posibles. El lenguaje, al mismo tiempo que se mueve dentro de una alucinación compartida de vivir dentro de límites -la dimensión tácita-, puede dar paso y cobijo a la palabra podrida, una fórmula que al ser pronunciada destruye el propio entorno sobre el cual incide.
La palabra podrida destruye, antes que otra cosa, los límites tácitos. Como modelo de acción, se hace un prototipo del hábito de destruir hábitos. En sentido contrario, el modelo de destrucción resulta del poder y el sendero de la palabra podrida, y es a través de la palabra que surge la cosa. El sujeto de la palabra podrida, más que el verdugo de la gramática, es enemigo de la semántica y de la forma de vida asociada a ella.
Hay palabras que caen en el vacío, disueltas por la inercia de lo que ya fue hecho y está establecido. El rasgo distintivo de la palabra podrida es que no hay mediación entre ella y su consecuencia práctica. Incluso si no tiene sentido, causa estragos. Aún si es repudiada, ya fue dicha. Su emisor, además, es un sujeto dotado de una consistencia notable: es capaz de hacer todo lo que dice, sin ninguna reserva mental. Incluso si no logra completar el acto, debido a impedimentos externos, el emisor de la palabra podrida cree que lo puede hacer y que eso significa libertad. Esto es suficiente para hacerlo muy peligroso, como operador de una imaginación eliminadora. Es un obcecado en el deseo de matar el lenguaje, lo hace cosa, suprime cualquier contenido metafórico o figurativo para la palabra «muerte». El emisor de la palabra podrida es, ante todo, un sujeto dotado de aires proféticos: anticipa en todo momento el escenario distópico de una forma de vida adornada por excrementos y cuerpos sin vida.
Es posible suponer que la relación entre la dimensión tácita, a la cual aludo, y la emisión de la palabra podrida no sea de exterioridad. Lo que la distinguiría, en este caso, sería el carácter enfático y brutal de la emisión, pero no el contenido, un núcleo de sentido ya contenido por patrones de subjetividad en formas habituales de expresión. Un escenario un tanto trágico, de disolución de la propia lógica de la dimensión tácita, que trae consigo un indicador de límite y señalización, aunque impreciso, de patrones de previsibilidad, mientras que la palabra podrida se sustenta en la premisa del no-límite.
Al mismo tiempo, no puede dejarse de considerar que tal dimensión tácita alberga una extensa zona de indiferencia. En lugar de la percepción de infestación, presuponer a la indiferencia como principio tácito se basa en no aceptar la capacidad performativa de la palabra podrida, como algo que no debe tomarse en serio. En cierto sentido, la persona indiferente cree en la consistencia de la dimensión tácita, hasta tal punto que considera improbable la contaminación, o supone que a su debido tiempo la inercia y amnesia de la vida-tal-como-es eventualmente neutralizaría el efecto de podredumbre.
Ambas hipótesis tienen sentido y, de hecho, no llegan a ser excluyentes. Nada impide imaginar la dimensión tácita como un espacio irregular y heterogéneo, dotado de contenidos y actitudes distintas a lo tácito. En otras palabras, la palabra podrida puede aceptarse como un nombre apropiado para lo que ya es familiar, y por lo tanto podrido, o puede tomarse con indiferencia y diluirse en muchas formas de apaciguamiento.
De hecho, comprender las razones y formas de adoptar y de indiferencia ante la palabra podrida, requiere una prehistoria y una etnografía de la dimensión tácita: ¿cómo se llenó?, ¿qué variedad de actitudes puede albergar? En notación directa, se trataría de reflexionar sobre la tortuosa pregunta: ¿cómo llegamos aquí?
La complejidad de la dimensión tácita revela, sin embargo, la posibilidad de una actitud distinta. Esto es lo que muestra la percepción de la difusión de la palabra podrida como algo que, además de la indignación política, produce un sentimiento de perplejidad, a la vez existencial y cognitiva. En este caso, en lugar de preguntar «¿cómo llegamos aquí?», la pregunta resultante es «¿qué es esto a lo que llegamos?». En otras palabras, nos faltaría la inteligibilidad de este aquí al que arribamos: ¿qué es esto? ¿qué es este aquí?
El sentimiento de perplejidad
El sentimiento de perplejidad no conduce necesariamente a la parálisis política. Por el contrario, tiene mucho sentido que en la acción cívica y política, y en compartir el espanto, buscar recursos para lidiar con eventos extremos e inauditos. El hecho básico y originador de la perplejidad es la ocupación del gobierno, por la vía electoral, por un extremista, tras una extensa campaña en la cual, de modo constante y explícito, diseminó la podredumbre por todo el país: valores y expresiones en total discordancia con la acumulación civilizatoria que creíamos haber logrado a partir de la década de 1980. El deseo de eliminar al adversario y a lo diverso se exhibió sin reservas, junto con el obstinado elogio de los torturadores de la dictadura militar de 1964. El paroxismo se alcanzó con lo que puede designarse como el Pronunciamiento de Ponta da Praia, pocos días antes de las elecciones, y en la cual el jefe de la extrema derecha brasileña preanunció el exilio, el encarcelamiento y la muerte de los opositores de izquierda, sin que hubiera alguna reacción de las autoridades electorales[6]. No se trata de reconstituir una historia tristemente conocida y vivida. Lo que más importa aquí es enfatizar y explorar la dimensión de la perplejidad cognitiva: ¿de qué se trata?, ¿qué es esto?, ¿cómo decir que es esto?
El filósofo francés Jean-François Lyotard, en su libro Le Différend, de 1984, comparó la Shoah[7] con un terremoto que no solo destruyó vidas, edificios u objetos, sino los propios instrumentos para detectar y medir terremotos[8]. No se trata de sugerir una posible comparación entre la magnitud de la desgracia impuesta a Brasil por el actual ocupante del gobierno de la República y la que estuvo presente en el contexto de la Shoah. Solo señalo la probable fisonomía de un sentimiento de desamparo cognitivo, que no impide ni elimina la necesaria certeza de repulsión política y civilizadora frente a configuraciones insólitas.
Nuestro terremoto tomó la forma de un acelerado proceso de desfiguración de la democracia. La excelente imagen es obra de la filósofa política Nadia Urbinati, en un libro luminoso, bajo el mismo título. Dado que la democracia no es un «modelo» estático, sino una figuración móvil, sus principales elementos internos – las formas de soberanía popular, los mecanismos legales e institucionales para el control del poder político y el universo de la opinión – tienen sus propios movimientos y tiempos, y son afectados al mismo tiempo por dinámicas sociales más amplias. La idea de desfiguración indica la posibilidad de un deterioro progresivo de esos elementos: la reducción de la soberanía popular a una dimensión puramente mayoritaria, el impulso para neutralizar los factores que controlan el ejercicio del poder y la infestación orquestada de la esfera de opinión, facilitada por la ocupación que ejercen las “medios sociales” en el campo de la (des)información y difusión de valores.
La dirección de la desfiguración, ya sea una etapa de algo por venir o como una forma política propia, alimentada por su propia excepcionalidad, no tiene contornos claros: todo sugiere que se nutre de su propio proceso, lo hace que su “espíritu” -en el sentido que le da Montesquieu al término- esté ocupado por una voluntad de destruir lo estaba ya configurado. En pocas palabras, el hecho de la destrucción, además del desastre implícito que conlleva, es perturbador como objeto de conocimiento. ¿Cómo lidiar con eso?
Los tiempos que precedieron a la aceleración de la desfiguración recibieron, entre los especialistas en el estudio de la política, un modo de conocimiento bastante optimista. El mantra de la “democracia consolidada” y el “funcionamiento de las instituciones”, con pocas islas de reserva y escepticismo, constituyó el trasfondo y el sentido común de las evaluaciones especializadas sobre el tema. En la jerga adoptada por la ciencia política conservadora, el sistema político en su conjunto se ha percibido durante mucho tiempo como una dinámica de ajustes y desajustes entre «incentivos» y «preferencias», como en un gran parque temático conductista. El horizonte del mejor de los mundos posibles se fijó en el buen “diseño de las instituciones”, en la santificación de la accountability, en la calidad técnica de los procesos de toma de decisiones y en las políticas públicas, en la sabiduría de los evaluadores y en la consagración de “buenas prácticas”. Los programas de investigación serios tenían que, por fuerza mayor, centrarse en la «desfiguración» en lugar de la «consolidación». Como resultado, una de las ventajas del redireccionamiento, y para nada menor, fue poder reevaluar el conocimiento común sobre lo que puede significar la “consolidación” de una democracia.
El nombre del destructor
A pesar que la perplejidad nos invadió, persiste el impulso inevitable de dar un nombre a lo inaudito: el surgimiento de la cosa exige la atribución de un nombre. El nombre, así dicho, no deja de ser un efecto sonoro o gráfico de nuestro propio espanto. Hecho de lenguaje y asombro, el sentimiento de desconocimiento del mundo nos suena como la marea creciente de la distopía.
Dar un nombre o un concepto a algo, para el filósofo alemán Hans Blumenberg, supone un acto de tomar distancia. Substituye un presente inmediato – extraño y, en cierto modo, imposibilitado- por el recurso a un «ausente disponible”. En esta clave, tanto el acto de nombrar como la elaboración metafórica pueden verse como provocados por un insoportable “absolutismo de lo real”. La “audacia de la conjetura” – como acto original de desprendimiento – se convierte en un elemento inherente al esfuerzo por comprender, de hecho en una forma de evitar el enfrentamiento directo con los “medios físicos”. El camino, también según Blumenberg, resulta de una demanda de autoconservación por parte del sujeto humano, presente en la lógica de la elaboración conceptual. Un efecto de familiaridad surge de este acto imaginario de apaciguamiento de los “medios físicos”: cuando digo el nombre y el concepto, afirmo que sé qué es la cosa; lo re-presento en forma de nombre, y de ese modo, lo hago familiar integrándolo en un complejo de significados ya establecidos.
Los términos de Blumenberg, además de formidables, son útiles para iluminar lo que busco enfocar: “absolutismo de lo real”, “medios físicos”, “ausente disponible”, “osadía de la conjetura”.
La aplicación del concepto de “autoritarismo” para enmarcar los fenómenos que conforman la actual situación de ocupación del gobierno brasileño, ejemplifica bien la proyección de un término familiar sobre algo sin precedentes. Sin embargo, son evidentes los problemas por desajustes. El término «autoritarismo» es una idea confusa y difusa, diluida y aplicable a un conjunto variado de fenómenos, como efecto de una inercia epistemológica. Parece tener ventajas en señalizar su contenido negativo, aunque no siempre ha sido así. Basta recordar la significativa producción de ensayos, en Brasil y en otros lugares, en los que los términos “autoritario” y “autoritarismo” indicaban alternativas positivas a la democracia liberal[9].
En Brasil, durante la década de 1970, “autoritarismo” fue un prudente eufemismo movilizado para nombrar el hecho de la dictadura, destacándose el importante libro publicado en 1977 por el brasilianista Alfred Stepan, titulado Brasil Autoritário[10]. En la década siguiente, el concepto sobrevivió a través de una abundante literatura sobre las “transiciones del autoritarismo a la democracia”, con numerosos “estudios de caso” de países en ese momento ocupados por dictaduras. De hecho, el nombre autoritarismo en una medida nada despreciable contenía uno de los atributos señalados por Blumenberg, presente en la lógica conceptual, el de otorgar el nombre en base a una expectativa.
Dicho de otro modo, “autoritarismo”, a partir de aquellos años 70, fue sobre todo el nombre de la ausencia de democracia. Su simple declinación trajo consigo la imaginación de la urgencia de recuperar – o construir – la democracia. Además, los fenómenos autoritarios y democráticos eran entendidos como excluyentes: la incidencia del primero sobre el segundo tiene la forma de una intervención exógena, según la criminología política y criminal de los golpes de Estado. Los procesos de desfiguración de la democracia son, por el contrario, endógenos, ya que son promovidos por el surgimiento electoral de la extrema derecha, a través de los mecanismos regulares de la democracia y el estado de derecho.
Una posible refutación consistiría en decir que nada de esto impide que una de las posibles trayectorias del proceso de desfiguración de la democracia en curso en Brasil sea la implementación de un “régimen autoritario”. Con todo, eso dependerá de un acuerdo semántico, dotado de la siguiente premisa: cualquier configuración política no democrática debe tener en la palabra “autoritarismo” su sello de inteligibilidad. Aunque en una clave sombría, el concepto nos hace suponer que sabemos lo que nos espera. El término también trae como efecto diluir la desfiguración actual en algo similar a una tradición. El llamado “bolsonarismo” sería, en realidad, un capítulo de una “tradición autoritaria”, aunque el más escaleno, lo que semánticamente le atribuye un lugar a una reiteración, y no a una novedad.
El recurso al término “fascismo” como “ausente disponible”, como la noción de “autoritarismo”, tiene un doble valor: exprimir la abyección y al mismo tiempo decir de qué se trata. De hecho, en el centro de todo concepto hay una aversión, lo que en el caso del “fascismo” es evidente. Aprendemos de Primo Levi que el fascismo es polimórfico y no se limita a su experiencia como régimen político. Veamos lo que dice:
“Cada época tiene su fascismo; sus signos premonitorios se advierten allí donde la concentración de poder niega al ciudadano la posibilidad y la capacidad de expresar y realizar su voluntad. Esto se logra de muchas maneras, no necesariamente con el terror de la intimidación policial, sino también negando o distorsionando la información, corrompiendo la justicia, paralizando la educación, difundiendo de muchas formas sutiles la nostalgia por un mundo en el que reinaba el orden supremo y la seguridad de unos pocos privilegiados. se basaba en el trabajo forzoso y el silencio forzado de la mayoría”[11].
El pasaje de Levi es elocuente en su advertencia sobre la supervivencia del fascismo por medio de la desfiguración de aspectos inherentes a las sociedades democráticas: la justicia, la educación y el mundo de la opinión. De todos modos, o el fascismo es un régimen o es un conjunto polimorfo de prácticas, insertado en un régimen no fascista. En este último caso, si bien el término “fascista” puede ser utilizado como signo de prácticas específicas – distorsionar informaciones, paralizar la educación o corromper la justicia – no le corresponde a éste designar el espacio más amplio en el cual están presentes las prácticas fascistas. Lo que más se puede decir es “hay fascismo”. Pero la naturaleza del régimen que sufre o tolera sus prácticas permanece indeterminada, a la luz de la polimorfa definición de fascismo.
Si optamos por la idea del fascismo como régimen o, digamos, como un «proyecto» para nombrar nuestras penurias actuales, los problemas no son menores. El fascismo histórico estuvo marcado por la obsesión por incluir al conjunto de la sociedad en la órbita del Estado[12]. Su ejecución se llevó a cabo a través de un modelo de organización corporativa de la sociedad, cuyo elemento central estaba constituido por el trabajo y las profesiones, y no por el ciudadano liberal-democrático, sujeto a derechos universales. El fascismo opuso esto a la idea de un derecho concreto, basado en la división social del trabajo. El horizonte de la arquitectura institucional corporativista apuntaba a incluir toda la dinámica social en los espacios estatales y eliminar toda la energía cívica y política asociada a la indeterminación liberal y democrática.
El panorama que se presenta hoy en Brasil es bastante diferente: no se trata de poner la sociedad dentro del Estado, sino de devolver la sociedad al estado de la naturaleza, de remover de la sociedad los grados de “estatalidad” y normatividad que contiene, para acercarla cada vez más a un ideal de un estado espontáneo de naturaleza. Un escenario en el que las interacciones humanas se rigen por voluntades, instintos, pulsiones y lo que sea, y en el cual la mediación artificial es mínima, o incluso inexistente. Tal es el trasfondo de la idea de destrucción, que indica algo más amplio que la naturaleza de los regímenes políticos.
Hace unos tres años, cuando comencé a reflexionar (más) y escribir (menos), sobre la destrucción en curso del país, comencé por negarme a nombrar a su principal operador. Le he dado, de hecho, un no-nombre: el innombrable[13]. Ciertamente es un acto ficticio de colocarlo por fuera del lenguaje o, al menos, de ubicarlo en el lugar reservado por los sistemas lingüísticos a lo que no se puede decir y aceptar en el horizonte semántico común: el espacio prelingüístico de lo indiscernible. Pero no se trata de eso. Negar la perspectiva de la diccionarización a la cosa, bien vale como una señal y náusea ética, aunque los “medios físicos” permanecen activos e indiferentes al rechazo del refugio conceptual.
Sin embargo, hay más que idiosincrasia y tontería en este rechazo. De hecho, hay espanto ante la enorme dificultad de lidiar con algo que se muestra exactamente como lo que es. El llamado “bolsonarismo” no tiene nada que ocultar, desde el punto de vista de sus elementos constitutivos, aunque sí, desde el punto de vista penal. Se exhibe como es: ante la muerte, no la escamotea: transforma en evidencia ineludible del curso natural de la vida. Nuestros patrones habituales de conocimiento, por el contrario, presuponen siempre una opacidad en las cosas, un principio según el cual lo que parece ser nunca es lo que es, siendo el elemento velado lo que le da sentido. Se trata, en efecto, de un atavismo gnóstico presente en una atracción por el velo. En sentido contrario, la lógica conceptual consiste en revelar aquello que el fenómeno esconde y no manifiesta como descripción de sí mismo o en su modo de aparición.
Mostrarse como sé es consiste algo extremadamente perturbador. Algo que se valora en experimentar los afectos: espontaneidad, vergüenza, corporeidad, un fácil abrigo para las ocurrencias sin nombre y perturbadoras de su propio sentido, instantáneas y situacionales. En otra temática, siguiendo la perspectiva abierta por la filósofa estadounidense Elaine Scarry[14] en una obra memorable, aprendemos sobre la no opacidad presente en la experiencia con el dolor, cuánto es incontestable, cuánto se alberga en el más hondo sentimiento posible de certeza.
El modelo del dolor constituye una dinámica de eventos disruptivos, cuyo verdadero efecto reside de un modo directo en sus impactos inmediatos. El nombre dado, como distante ausente, no lidia con la verdad inscrita en el acto y sus efectos. Pero además, arriba con atraso: no puede dejar de ser una adición post-fáctica. Cuando llega, los efectos ya están ahí: topografía de ruinas, escombros y expectativas destruidas.
Fenomenología de la destrucción
Cuando Hans Erich Nossack (1901-1977), en junio de 1943, regresó a su ciudad, Hamburgo, literalmente borrada del mapa por 1800 bombardeos británicos durante ocho días consecutivos, no llevó consigo el concepto de lo que vio. Caminó atónito por las ruinas, entre restos orgánicos sin forma, efectos de lo que podríamos llamar como los paroxismos de los “medios físicos”: la destrucción de toda una ciudad. Grabó imágenes del untergang: destrucción, hundimiento, abismo. Un fondo mineralizado, que consiste en escombros y restos humanos derretidos o carbonizados. Cuando escribió su libro principal, Untergang, en 1948, registró cosas como esta: “las ratas, osadas y gordas, que jugaban en las calles, pero aún más repugnantes eran las moscas, enormes e iridiscentes verdes, moscas como nunca se vieran antes»[15].
La descripción de Nossack fue considerada por W.G. Sebald como un modelo de una historia natural de destrucción[16]. En una aproximación con los términos de Blumenberg, tal historia puede tomarse como la narrativa más directa posible del predominio de los “medios físicos”. Es necesario reconocer la ventaja epistemológica de la observación de la destrucción. La sensibilidad analítica que resulta de observar y reportar eventos extremos es un excelente entrenamiento para hablar sobre destrucción. Deben incluirse como lecturas obligatorias en los cursos de “Metodología”.
Los actos de destrucción valen por lo que son: actos de destrucción. Sus operadores hacen lo que dicen, y dicen lo que hacen: síntoma de un vínculo directo entre los “medios físicos” y la aplicación de la palabra podrida. Primo Levi en esto vería una cierta lógica de ofensa: producir dolor y castigo, por cierto, pero además también destruir por medio de la palabra precisa. Otra imagen de Primo Levi permite pasar a un ejercicio final de observación de la destrucción, el de “ir a fondo”[17].
Lo que pretendo es indicar que se abren los abismos, a través de los cuales la destrucción hace su obra de daño. No se trata de darle a la destrucción una dimensión metafísica o sublime. El término vale aquí como una señal -una flecha- que apunta a circunstancias de desfiguración del tejido normativo que, desde la Constitución de 1988, prefiguraba un modo de vida. «Destrucción» es el nombre que se le da a esa tal destrucción. Más que revelar un nombre codificado, capaz de mostrar su núcleo más profundo o sus “proyectos”, es apropiado mostrar sus circunstancias y áreas de incidencia. Los hechos primarios son una legión.
Lo que haré a continuación no es tanto registrarlos, sino proceder una presentación no exhaustiva de configuraciones más generales sobre las que los operadores de destrucción ejercen sus efectos. En orden, dichas configuraciones pueden ser presentadas de la siguiente manera: (i) Lengua, (ii) Vida, (iii) Territorio y poblaciones Originarias y (iv) Complejo Imaginario-Normativo.
- Lengua
Uno de los textos más notables sobre la experiencia del Tercer Reich fue escrito por Victor Klemperer, un judío convertido al protestantismo y profesor de literatura románica en la Universidad de Dresde. Conversión de escaso valor, ya que habiendo permanecido en Alemania después de 1933, sufrió todo tipo de persecuciones e interdicciones. Finalmente escapó del exterminio gracias al devastador bombardeo de Dresde en febrero de 1945, que interrumpió el sistema de transporte a los campos de exterminio. Klemperer dejó como legado un valioso diario y una obra maestra, a la que dio título en latín: Lingua Tertii Imperii, más conocida como LTI o Lengua del Tercer Reich, según las ediciones en portugués y en castellano[18]. Allí, su autor recogió diligentemente, durante los 12 años de vida bajo el nazismo, los impactos del lenguaje podrido nazista sobre el idioma alemán, que inventó su propia variante del idioma, practicado por adherentes y por quienes se vieron obligados a hacerlo.
Klemperer se preocupó por los nuevos términos, eufemismos y distorsiones de significado. Juzgó de gran importancia recopilar registros del habla podrida, generado por los operadores de la destrucción actualmente en curso en Brasil. Sin embargo, en este caso, se trata menos de una innovación de vocabulario que de una consagración del lenguaje como portador inmediato de sus efectos de violencia. Esto es lo que he tratado de designar aquí con la expresión palabra podrida: un acto de habla que cuando se pronuncia degrada el espacio semántico.
Confieso que tengo pudor en brindar ejemplos directos, pero vamos hacia allí: basta recordar lo que dijo uno de los más destacados operadores de destrucción, un diputado federal e hijo del actual ocupante de la presidencia de la República, al referirse a las compañeras diputadas como «portadoras de vaginas”. Es, de hecho, una metonimia podrida, cuya emisión contiene fuertes elementos de infestación: deshumanización, misoginia, sexismo, brutalidad inaudita. Este terrible ejemplo basta para aclarar el alcance de la palabra podrida. Como toda palabra o expresión, siempre está precedida de intuiciones genéricas, y por ello se puede imaginar el espectro de podredumbre que alberga.
De manera más abstracta, la palabra podrida es una forma de expresión que produce un efecto inmediato, ya sea como preámbulo de una acción violenta, como aviso previo de una acción deletérea o como una potencial infestación del campo simbólico. Por supuesto, no inventó sus términos ni muchas de sus fórmulas. Es obligatorio reconocer que éstas están entre nosotros. La novedad en esta materia es la ocupación que hace ese tipo de lenguaje de los espacios de emisión dotados de gran capacidad de difusión. El jefe del consulado, por supuesto, no inventó al tipo violento que usa las palabras como preámbulo del golpe físico y doloroso. Lo que trajo de perturbador fue el sistemático uso de la palabra podrida y su entronización en los discursos de la República. Son válidas como declaraciones sobre el «estado de la nación». Espero que todos estos actos de habla estén siendo recopilados por investigadores diligentes. Será devastador el día que publiquemos, en edición crítica, anotados y comentados, las obras completas del Destructor.
No se debe confundir la palabra podrida con la mentira. Esta, más humana, es inherente a la política. En última instancia, es vulnerable a la refutación fáctica. Este no es el caso de la palabra podrida que, en este sentido, es invulnerable al desenmascaramiento. Esto se debe a que los operadores capaces de juzgarla y medirla están ellos mismos, y de modo creciente, delimitados por la semántica de la podredumbre. Hay, por tanto, un halo de podredumbre trascendental que acoge y justifica proposiciones podridas específicas. Así se forma un repertorio explícito e implícito, según el cual la palabra podrida contagia el lenguaje cotidiano y delimita los contornos de la facultad de juicio.
- Vida
En el horizonte de la filosofía política moderna, la centralidad del tema de la vida fue indicada de modo definitivo por Thomas Hobbes en el siglo XVII. A él le debemos la constatación de que el Estado es un animal artificial, instituido por el ingenio humano, dotado de la justificación básica de brindar protección a la vida. Lejos de ser vaga y genérica, esa protección surge del horror de la posibilidad de una muerte prematura y violenta, un galardón a ser conquistado por los practicantes y seguidores de una vida absolutamente libre y desprovista de factores de contención, tanto externos como internos a los sujetos humanos. Considerada como absolutista, lo cual fue por razones circunstanciales, para Hobbes, la adhesión a un pacto común para la protección de la vida debe ser absoluta.
Lo que conviene retener de este breve resumen es la idea de que la cuestión de la vida supera la dimensión biológica y se inscribe en el fundamento de la legitimidad misma del poder político. En otras palabras, la vida se convierte en una figura de derecho público y no solo en algo restringido a la naturaleza, la providencia y a cada cuerpo biológico.
El argumento hobbesiano, fijado en la prosodia de la filosofía política, puede tomarse como la metafísica política de un doble proceso, errático e involuntariamente configurado en el experimento del mundo moderno: el largo proceso civilizador, como lo describe Norbert Elias, con sus múltiples mecanismos de mediación y reducción de la letalidad violenta en las relaciones sociales – y el experimento del Estado de Bienestar, cuyo carácter imperioso fue finamente ponderado por Karl Polanyi[19]. En una fórmula más precisa: el tema de la vida se asocia con el control de la violencia – o el predominio de los “medios físicos”, en las palabras de Blumenberg – y con la minimización del sufrimiento, el desamparo y la insolidaridad.
Creo que no es difícil vislumbrar en qué medida la perspectiva de reducir la letalidad violenta es afectada por el elogio abierto del armamentismo y las medidas administrativas para concretarlo. La destrucción inducida por la palabra podrida cuenta cada vez más con su retaguardia armada, con potencia de fuego expansiva, asociada también a la consolidación y expansión de un poder miliciano, una de las retaguardias de apoyo al proceso más general de desfiguración de la democracia. Asimismo, la dimensión del Estado de Bienestar se vuelve más vulnerable que nunca. Su peso inercial, por cierto, dificulta derrumbes abruptos, pero el proceso de desfiguración está en la agenda.
El ámbito del ataque a la perspectiva de la vida como valor e indicador básico de la legitimidad del Estado, tiene su escenario noble en la “gestión” de la pandemia. Es un campo privilegiado para observar la destrucción de lo común. La pandemia nos proporciona la imagen y la realidad de la presencia de un espacio común. Un dominio, por supuesto, marcado por la negatividad, como en las “comunidades de aflicción”, según la sagaz expresión del antropólogo británico Victor Turner[20]. Albert Camus, en su clásico libro La peste, de 1947, escribió sobre la plaga que asoló la ciudad de Orán, en la entonces Argelia francesa[21]. A través de la acción de su personaje principal, el Dr. Rieux, la desgracia colectiva brinda su propia traducción como una oportunidad para la solidaridad. El común negativo de la enfermedad y el positivo común del cuidado mantienen relaciones de complementariedad.
El negacionismo representa, más que una actitud sanitariamente letal, una negación de lo común. Negar la enfermedad es una forma directa de negar la relevancia de un ámbito marcado por la interdependencia de los sujetos y la posibilidad de establecer amplios lazos de solidaridad y reciprocidad. La libertad del “homo bolsanarus» la negación de lo común[22]. La circunstancia de la muerte, regresando el carácter perecedero de los cuerpos individuales, hace que la vida deje de ser un asunto de Derecho Público.
Tristemente, la diseminación de la letalidad es mensurable, al igual que la escala de los que sufren secuelas y fueron traumatizados. Pero la disolución de lo común y la difusión oficial de la insolidaridad son difíciles de medir. Subsisten como factores silenciosos y constantes, esenciales para la buena obra de la desfiguración.
- Territorio y pueblos originarios
Hay un significado inequívoco en el tratamiento del territorio y el tema ambiental que implica una redefinición normativa del espacio brasileño. Se desplaza la idea de país, como experimento cultural denso y duradero, en dirección a la imagen de lugar, una categoría espacial que trae consigo la posibilidad de apropiación física. La idea de país es una abstracción, la de lugar es un punto geográfico realmente existente. El alcance de la diferencia entre país y lugar puede medirse por el grado en que la naturaleza está incluida en un entramado normativo, que comprende tanto las dimensiones del derecho formal como los modos tradicionales de conocimiento y gestión de los recursos naturales. La idea aséptica de lugar prescinde de la larga y lenta precipitación de significados sobre el espacio a lo largo del tiempo, que define la idea siempre confusa e impura de país.
El genial artista plástico sudafricano William Kentridge, en su obra fuertemente marcada por la observación de la territorialidad de su país durante el apartheid, desarrolló una fina teoría del paisaje que presenta como experiencia espacial y sensorial en la que las formas de vida están ocultas. Kentridge nos dice: hay muchas cosas en el paisaje: cuerpos descompuestos, incorporados a la tierra; una tierra que es lugar de combate, disputa, segregación racial. En suma, el paisaje como lugar en el cual las memorias permanecen como depósitos coagulados; conjunto de experiencias arraigadas como entremezcladas con la tierra[23].
La devastación ambiental va en la dirección opuesta a esta teoría del paisaje. El predominio del lugar, sin el encanto que despertó a partir del siglo XVI en los primeros extranjeros, exige la posibilidad de un territorio abierto al mayor aprovechamiento posible, según las lógicas dictadas por sus propios usuarios, en un acto de pura libertad. Expulsar al territorio del Derecho, para no hablar de la supresión de los modos tradicionales de ocupación; devolver la tierra a la naturaleza, entendiendo por el término su disponibilidad absoluta para la explotación económica. En este sentido, la deforestación desenfrenada es imparable, ya que cuenta con una miríada de operadores de destrucción, alentados por la promoción de sus valores e intereses en el ámbito de razones de Estado.
Los pueblos originarios se encuentran entre los principales enemigos de los ocupantes del gobierno de la República, síntoma, sobre todo, de la negativa a admitir una pluralidad de formas de vida en el territorio común del país, y bajo la creencia etnocida del imperativo de su «aculturación». Entre invasores de reservas -como sujetos de libertad natural- y pueblos indígenas -sujetos de Derecho como legítimos ocupantes de las reservas, reconocidos en su especificidad cultural y, por ello, beneficiarios de la protección estatal-, la opción tomada no deja lugar a dudas. Al igual que ocurre con el territorio, los pueblos indígenas deben ser expulsados del entramado normativo que, en cierta medida, contiene mecanismos y normas de protección y regulación.
El tratamiento del territorio y las poblaciones originarias por parte de los actuales ocupantes de la República está marcado por una inclinación distópica y atávica: hacer de la defensa de la libertad una restitución de las condiciones originales de la colonización: exploración del territorio y la «preacción»[24] para apresar indígenas. La nostalgia por lo que hubiera sido una libertad irrestricta para lidiar con la tierra, la naturaleza y los seres humanos constituye el núcleo arcaico del programa de desfiguración.
- Complejo imaginario y normativo
En este último apartado reúno un vasto conjunto de dimensiones dotadas de una propiedad común: representan el peso de la abstracción en la configuración del país. En otras palabras, nuestra “abstractófera” y reserva de negación ante el predominio de los “medios físicos”. Aquí inscribo tanto la dimensión de los derechos constitucionales, que definen un piso normativo para la figuración de lo social, como nuevos derechos expansivos en el ámbito de los derechos civiles. Las características de la Constitución de 1988, concebida como una imagen de lo que debería ser el país, y no acotada a establecer reglas para un juego definido en sentido ascendente, devolvieron la preeminencia del Derecho Público para el diseño general del país[25]. En términos más específicos, esa Carta representó la plena constitucionalización de los derechos sociales, políticos e individuales, en torno a la idea de “Estado democrático de derecho”. A pesar del gran número de enmiendas, la Carta contiene importantes barreras para contener el ímpetu de la desfiguración, aunque está lejos de ser invencible. La ocupación por la extrema derecha de cargos importantes en el ámbito de la justicia y en el campo de los derechos humanos indica hasta qué punto el ordenamiento abstracto de los derechos fundamentales constituye un adversario a derrotar.
La esfera abstracta también incluye los ámbitos de la cultura y la educación. Más allá de las evidencias en las declaraciones, la primera fue neutralizada por una inmovilización institucional sin precedentes. En la segunda, uno de los principales proyectos del ministerio de esa área aborda la “educación en el hogar”, basándose también en el principio de “libertad”, lo que en este caso significa el control total de la familia sobre la educación de sus hijos. Las familias, así como las iglesias, se definen como lugares privilegiados para la socialización, componiendo así un marco general de desfiguración de lo común.
El ámbito laboral, aunque duro como una piedra, tampoco está completamente exento de la presencia de factores aquí presentados como abstractos. Así como existe una diferencia entre país y lugar, es posible imaginar la misma lógica de oposición para las ideas de trabajo y empleo. La primera, más que limitada al dominio ocupacional, es una categoría cultural y cívica; la segunda pertenece al espacio semántico de la economía y el mercado.
El “trabajo” fue una categoría central en la experiencia del país a partir de la década de 1930. Desde aquel entonces, el tema nunca estuvo ausente del marco constitucional brasileño: todas las Constituciones lo acogieron y ampliaron el alcance de los derechos sociales instituidos durante aquella década. De igual forma, a partir de la creación del Ministerio de Trabajo, el asunto tuvo un lugar permanente en el ámbito del Poder Ejecutivo. Su extinción, en el actual consulado, fue precedida por un laborioso trabajo de preparación, realizado por el gobierno de Temer, que alteró aspectos importantes de la justicia del trabajo e hizo inviable la sostenibilidad de la mayor parte de la red sindical brasileña al anular el impuesto sindical.
En nombre de la libertad, el derecho a organizar sindicatos fue severamente mitigado. La perspectiva de la desfiguración del derecho laboral, a pesar de la iniciativa del consulado anterior, fue asumida plenamente por la actual. La libertad natural celebrada por los actuales ocupantes acoge, en el ámbito de la cuestión laboral, los dictados de la libertad ultra-neo-liberal, tradicional cláusula petrificada de los que vinieron al mundo por negocios.
La posible desfiguración de la democracia se puede detectar en varios espacios no considerados aquí. De hecho, hay una ardua tarea por hacer, que es sistematizar todas las acciones que, en sus ámbitos específicos, realizan la labor de destruir lo mejor del país, aceptando todo lo que fue y es peor. Eso es lo que hay que hacer, para que podamos llevar a cabo la imperiosa deconstrucción de la destrucción.
Las desfiguraciones son móviles. Es muy difícil prever su fijación en alguna forma permanente. Tal como está ahora, se alimenta de su capacidad diaria de producir efectos destructivos, tanto en sus actos como en sus palabras. No hay necesidad de un concepto mágico y esclarecedor de la cosa. Lo que importa es seguir las señales de destrucción y mostrarlas tan implacable como sistemáticamente. Quizás el concepto de la cosa sea el rostro del Destructor, el «lugar de habla» por excelencia de la palabra podrida.
Notas
[1] Ver de H. Blumenberg, Paradigmes pour une métaphorologie, Vrin, París, 2006; Descripción del Ser Humano, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2010; y Teoria da não conceitualidade, Editora UFMG, Belo Horizonte, 2013.
[2] Pureza e Perigo, M. Douglas, Perspectiva, São Paulo, 2010; Pureza y peligro, Siglo XXI, Madrid, 1973 [edición original 1966].
[3] La expresión “desfiguración de la democracia” es de la filósofa política Nadie Urbinati en su libro tan brillante como imposible de ignorar, Democracy disfigured: opinión, truth, and the people, Harvard University Press, Cambridge, 2014.
[4] El tema fue desarrollado por M. Polanyi en obras ejemplares, como Personal knowledge, Routledge, Londres, 1958, y en The tacit dimension, Doubleday, New York, 1966.
[5] Dichos del ocupante del Poder Ejecutivo de Brasil, frente a los cuestionamientos sobre la escalada de víctimas por la pandemia.
[6] La expresión “ponta da praia” (punta de la playa) fue usada por los agentes de represión política durante la dictadura militar (1964-195), para referirse a un establecimiento militar, en la costa de Marambaia, próximo a la ciudad de Rio d Janeiro, base logistíca para la desaparición de presos políticos.
[7] Shoha, derivado del hebreo, remite al concepto de catástrofe [nota de los traductores]
[8] Le Différend, Minuit, Paris, 1984.
[9] Vale citar, entre otros, para el caso de Brasil al libro de Azevedo Amaral, Estado autoritário e realidade nacional, J. Olympio, Rio de Janeiro, 1938, uno de los más importantes para comprender el giro autoritario de los años 1930. También un óptimo análisis en: Azevedo Amaral e o século do corporativismo, de Michael Manoilesco, no Brasil de Vargas, A. de Castro Gomes, Sociologia & Antropologia 2 (4): 185-209, 2012.
[10] Authoritarian Brazil: Origins, Policies, and Future, A. Stepan (ed.), Yale University Press, New Haven, 1977.
[11] p 56, “Um passado que acreditávamos não mais voltar”, en: Primo Levi, A Assimetria e a Vida: artigos e ensaios, 1955-1987, (M. Belpoliti, org.), Editora UNESP, São Paulo, 2016.
[12] Un análisis más detallado de esta cuestión en “Presidencialismo de Assombração: autocracia, estado de natureza, dissolução do social (notas sobre o experimento político-social-cultural brasileiro em curso)”, R. Lessa, pp 187-209, en Ainda sob a tempestade (A. Novaes, org.), Edições SESC, São Paulo. 2020.
[13] O inominável e o abjeto, R. Lessa, Carta Capital, 3 agosto 2018.
[14] The body in pain: the making and unmaking of the world, E. Scarry, Oxford University Press, Oxford, 1985; y también A dor física: ima teoria psicoanalítica da dor corporal, J.-D. Nasio, Jorge Zahar, Rio de Janeiro, 2008.
[15] The end: Hamburg, 1943, H.E. Nossack, University Chicago Press, Chicago, 2006.
[16] Guerra aérea e literatura, W.G. Sebald, Companjia das Letras, São Paulo, 2011.
[17] Sobre la idea de “ofensa”, ver Os afogados e os sobreviventes, P. Levi, Paz e Terra, Rio de Janeiro, 2004, especialmente el capítulo “A memória da ofensa”. Sobre la expresión de “ir a fondo”, la referencia es É isto um homem?, P. Levi, Rocco, São Paulo, 1988, en particular el capítulo “No fundo”.
[18] LTI: Linguagem do Terceiro Reich, V. Klemperer, Contraponto, Rio de Janeiro, 2009; LTI: La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo, Minúscula, Barcelona, 2001; sobre sus diarios hay una edición brasileña abreviada, Os diários de Victor Klemperer, Companhia das Letras, São Paulo, 1999; en castellano, los diarios completos en dos volúmenes: Quiero dar testimonio hasta el final I: Diarios 1933-1941, y II: 1942-1945, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003 y 2004.
[19] Ver respectivamente O Processo Civilizador, N. Elias, Jorge Zahar, Rio de Janeiro, 1990; El proceso de la civilización: Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Fondo Cultura Económica, Madrid, 1987 [edición original 1939], y A Grande Transformação, K. Polanyi, Campus, Rio de Janeiro, 2011; La gran transformación, Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, Fondo Cultura Económica, México, 1992 [1ª ed. 1944].
[20] Ver The Drums of Affliction, V. Turner, Routledge, Londres, 1968.
[21] Ver La Peste, A. Camus, Gallimard, Paris, 1947.
[22] Sobre esta categoría, véase Homo Bolsonarus, R. Lessa, Serrote 27, julio 2020, https://revistaserrote.com.br/2020/07/serrote-edicao-especial/
[23] “Felix in Exile: Geography of Memory», p 122, In: William Kentridge (C. Dan, et al., eds), Phaidon Press, Londres, 2003.
[24] Preacción corresponde al término portugués preação que se refiere a expediciones para capturar y apresar indígenas, para esclavizarlos, y que ocurrieron bajo la colonia portuguesa desde el siglo XVI [nota de los traductores].
[25] Un óptimo análisis del aspecto programático de la Constitución de 1988 en Pluralismo, Direito e Justiça Distributiva, G. Citadito, Lumen Juris, Rio de Janeiro, 1999.
Renato Lessa es profesor de filosofía política en la Pontificia Universidade Catolica Rio Janeiro, investigador visitante en el Centre Roland Mousnier (Lettres Sorbonne Université, Paris) en 2021, e investigador asociado del Instituto de Ciências Sociais da Universidade de Lisboa; integrante del CNPq.
Texto basado en una conferencia brindada en la École des Hautes Études in Sciences Sociales (París, 29 marzo 2021), titulado “Brésil: pour une phenoménologie de la destroyer”. Una versión resumida se publicó en la revista Piauí (número 178, julio 2021), bajo el título “A destrucción”.
El texto es una traducción de Palabra Salvaje, desde donde agradecemos el permiso de la revista Piauí sobre el artículo publicado, y al autor por acceder a esta versión original.
Publicado en la web Palabra Salvaje el 25 octubre de 2021.La versión completa, con todas las imágenes en la revista Palabra Salvaje No 2 (octubre 2021) que se descarga aquí…
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