Ucrania: los antecedentes de la guerra

Carlos Taibo

 

El discurso dominante pretende que prestemos atención en exclusiva a lo que, al menos en apariencia, se revela, ahora mismo, delante de nuestros ojos. Para explicar la guerra ucraniana es preciso invocar, sin embargo, datos muy dispares, algunos de los cuales colocan en mala posición, por cierto, a los países occidentales y obligan a hablar de un conflicto sucio.

 

1.

He subrayado muchas veces en los últimos tiempos que desde el momento de su independencia en 1991 Rusia lo ha probado todo, o casi todo, en su relación con el mundo occidental. Y entre lo que ha probado ha estado la búsqueda de una relación cordial, que llegado el momento ha podido ser lamentablemente sumisa, con ese mundo. La circunstancia que ahora me atrae se ha hecho valer, en singular, en dos períodos razonablemente prolongados. Si el primero se manifestó entre 1991 y 1996, con Yeltsin en la presidencia de Rusia, el segundo cobró cuerpo entre 2000 y 2006, con Putin en esa presidencia.

Creo que tiene sentido que preste atención –lo he hecho muchas veces- a lo ocurrido con ocasión de esta segunda etapa. Y que recuerde que en la tarde del 11 de septiembre de 2001, el día de los atentados de Nueva York y Washington, el ya entonces presidente ruso, Vladímir Vladímirovich Putin, declaró un franco respaldo a las medidas, supuestamente antiterroristas, que se aprestaba a desplegar su homólogo norteamericano del momento, George Bush hijo. Ese respaldo se materializó, primero, en un franco apoyo de Rusia a la impresentable intervención militar norteamericana en Afganistán, el propio otoño de 2001, y, dos años después, en un silencio connivente de Moscú ante una nueva intervención estadounidense, en este caso en Iraq.

Mapa en el atlas de Gerard Mercator (1512-1594) de la región de Taurica Chersonesus que en ese momento correspondía a colonias griegas, y que incluye lo que actualmente incluye a Ucrania y países vecinos.

Debo preguntarme qué fue lo que Rusia recibió a cambio de lo que –repito- en un recinto, Afganistán, fue un visible apoyo y en otro, Iraq, asumió la forma de un silencio legitimador. Nada más sencillo que responder a esta pregunta. Rusia no recibió ninguna recompensa. Estados Unidos mantuvo en vigor el programa del llamado escudo antimisiles, que en una de sus dimensiones principales obedecía al propósito de reducir la capacidad disuasoria de los arsenales nucleares ruso y chino. No solo eso: en 2002 Washington anunció la retirada norteamericana del tratado ABM, sobre defensas frente a misiles balísticos. La Casa Blanca no dudó en defender una nueva ampliación de la OTAN, que en este caso pasó a beneficiar a tres repúblicas exsoviéticas: las tres del Báltico. Estados Unidos se negó a desmantelar las bases, teóricamente provisionales, que había perfilado en el Cáucaso y en el Asia central para sacar adelante su aventura afgana; si al cabo las desmanteló fue como consecuencia de la presión ejercida por los gobernantes de las repúblicas afectadas. Washington  no pestañeó a la hora de respaldar las llamadas revoluciones de colores, que colocaron en el poder a fuerzas políticas hostiles a Moscú en países como Georgia, Ucrania y Kirguizistán. No consta, en fin, que Estados Unidos otorgase algún tipo de trato comercial de privilegio en provecho de Rusia.

En estas condiciones mucho me temo que era inevitable que Rusia rompiese la baraja y procurase una política exterior cada vez más independiente. Creo que una parte significada de la condición del Putin de estas horas se explica en virtud de lo que acabo de señalar, esto es, de la agresividad y de la soberbia de las potencias occidentales, y en singular de Estados Unidos. La percepción del presidente ruso acaso queda bien reflejada en una declaración de finales de 2017: “Nuestro mayor error en las relaciones con Occidente es que fuimos demasiado confiados. Y el error occidental estribó en identificar en nuestra confianza una debilidad y en abusar de ello”[1].

  

2.

No me gustaría que de lo que acabo de afirmar se extrajese la conclusión de que las provocaciones y la agresividad occidentales justifican una acción militar como la asumida por Rusia en Ucrania en febrero de 2022. Aunque convierten, eso sí, a las potencias occidentales en partícipes, en un grado u otro, del escenario que ha permitido esa acción militar y obligan a cuestionar crudamente la política correspondiente, no eximen a Rusia de su responsabilidad.

Lo digo de otra manera en forma de pregunta: si el mundo occidental hubiese reaccionado de otra manera, más benigna y concesiva, ante la docilidad rusa de un par de décadas atrás, ¿podríamos garantizar sin margen para la duda que Moscú habría respondido con mesura y amplitud de miras? Aunque la respuesta es un no, lo suyo es que, en paralelo, sugiera que las posibilidades de una reacción agresiva de Rusia habrían sido mucho menores. Esta última es –no nos engañemos- un imperio, o al menos un Estado con ínfulas imperiales, y ello tiene sus consecuencias. Una de ellas, principal, es que se atribuye un derecho de injerencia e intervención en aquellos espacios geográficos que considera propios (y entre ellos el correspondiente a Ucrania). Me parece que no descarrilo cuando me permito subrayar que las señales de ese impulso imperial ni siquiera faltaron en los años de Yeltsin, en la última década del siglo XX. Bastará con recordar que la doctrina militar aprobada en esos años entronizaba con claridad el derecho de Rusia a intervenir en el territorio de los países del extranjero cercano[2] cuando Moscú interpretase que sus intereses en materia de seguridad estaban en peligro.

Que no todo ha sido equilibrado y pulido en la conducta de Rusia lo demuestra bien a las claras, por otra parte, el franco olvido con que el Kremlin ha obsequiado al memorando de Budapest de diciembre de 1994. Suscrito por Rusia, Estados Unidos y el Reino Unido, estableció que, a cambio de su arsenal nuclear, Ucrania recibiría garantías de preservación de su independencia, su soberanía y su integridad territorial. Cierto es, en sentido contrario, que los desmanes protagonizados por Moscú en modo alguno obligan a reírle las gracias a unos países, los occidentales, que, frente a un sinfín de evidencias, se consideran cargados de valores y virtudes, e inmersos en afortunada y franca confrontación con la barbarie.

 

3.

Lo común es que se concluya que Rusia salió triunfante de las crisis ucranianas de 2014. Si, por un lado, se anexionó Crimea –un recinto material y simbólicamente muy connotado-, por el otro sentó las bases de una incipiente dominación en una parte pequeña de la Ucrania oriental.

Semejante manera de considerar los hechos olvida, sin embargo, algo importante: el grueso del territorio ucraniano escapó al control de Rusia y basculó con claridad hacia el mundo occidental.

Hay una visión geopolítica que disfruta de apoyos muy notables tanto en Estados Unidos como en Rusia -en particular en el magma del eurasianismo[3]– y que estima que esta última será un imperio si controla Ucrania, pero perderá, en cambio, la condición de tal si pierde ese control.

Esta idea algún parecido tiene con otra que se atribuye a Lenin, quien habría afirmado que en el caso de que Rusia perdiese Ucrania, perdería también la cabeza. Debo confesar que no simpatizo mucho con estas percepciones, que entiendo marcan poderosamente, sin embargo, la conducta del presidente ruso de estas horas. Tanto la marcan que igual han aconsejado a Putin abandonar los proyectos que se proponían, sin más, desestabilizar Ucrania a través de la presión ejercida en la cuenca del Donbás desde 2014. Algunos de los defensores de esos proyectos concluyeron en su momento, por cierto, que la anexión de Crimea por Rusia fue al cabo un error, toda vez que los designios desestabilizadores del Kremlin habrían encontrado un cauce mucho más eficaz a través de una Crimea emplazada dentro de Ucrania.

No está de más recordar, eso sí, que la mayoría de los esfuerzos realizados por Rusia en el terreno de la desestabilización, o en el de la generación de división entre los rivales, apenas han producido los resultados apetecidos. Estoy pensando, para entendernos, en muchos de los encaminados a separar, y en su caso a enfrentar, a la Unión Europea y a Estados Unidos. Verdad es que para determinar quién tenía razón y a quién le faltaba –y vuelvo ahora al reñidero ucraniano- habrá que aguardar a la resolución de la guerra, y de la crisis, en curso.

 

4.

Creo firmemente que la guerra de Ucrania no remite a una colisión entre sistemas políticos, modelos económicos o cosmovisiones ideológicas. En su o4rigen está, muy al contrario, una sórdida confrontación entre imperios tradicionalísimos. Tiene su gracia, en ese contexto, que desde el Kremlin se hayan enunciado críticas a Ucrania que dibujan en esta un país lastrado por la corrupción, por la manipulación electoral y por una justicia corrupta. Y la tiene porque esas críticas parecen encajar mejor con la condición de la propia Rusia, tal y como lo recordaba hace poco un manifiesto libertario[4]. Verdad es, sin embargo, que la diatriba más efectista de cuantas el presidente Putin ha dirigido al país vecino es la que señala que la acción militar rusa atiende, en una de sus dimensiones centrales, al propósito de “desnazificar Ucrania”.

Es evidente –ya lo he mencionado- que la extrema derecha está presente en muchos de los estamentos de poder en Ucrania, y en singular en las fuerzas armadas y en cuerpos afines como la Guardia Nacional. Pero deducir de lo anterior que Ucrania es, como un todo, un país nazificado es distorsionar visiblemente la realidad. Al respecto me veo en la obligación de recordar que el eco electoral de las fuerzas de extrema derecha es en Ucrania sensiblemente menor que el que se registra en España. Repaso al efecto un puñado de datos. La extrema derecha obtuvo un 5,2 por ciento de los votos en las elecciones administrativas de 2010. Una de las fuerzas correspondientes, Svoboda, se hizo con un 10,4 por ciento de esos votos en las generales de 2012, para alcanzar un 5,1 por ciento en 2013 y retroceder posteriormente. En 2014 el conjunto de las formaciones de extrema derecha recibió un 6 por ciento de los apoyos populares[5]. En las presidenciales de 2019 el candidato de Svoboda obtuvo un 1,2 por ciento de los respaldos electorales y el del Pravi Sektor un 0,7 por ciento[6]. Según la convención al uso, en fin, en el momento en que estas líneas se escriben no hay diputados de extrema derecha en el parlamento ucraniano. Estos resultados aconsejan concluir que media una visible distancia entre el apoyo electoral que beneficia a la derecha extrema, muy escaso, y la notable presencia de esta última en estamentos de relieve, como lo testimonia el ascendiente del batallón Azov.

Uno de los asistentes a una charla en Bilbao se sirvió afirmar, con buen criterio, que a efectos de calibrar la influencia de la extrema derecha no basta con medir sus apoyos electoral-parlamentarios. Me parece, pese a ello, que está cargada de buen sentido la afirmación que sugiere que la Ucrania de Zelenski no es, como a menudo se sugiere, un sistema fascista. El poder estatal -recuerda un activista libertario- no está tan consolidado como en Rusia o en Bielorrusia, de tal suerte que el Estado no tiene las mismas posibilidades de definición y control del ecosistema social. Y, de resultas, la sociedad está menos impregnada de prácticas autoritarias[7].

 

5.

Nada de lo anterior invita a negar que entre Ucrania y Rusia, o al menos entre los grupos humanos dirigentes de estos dos países, hay diferencias sensibles en lo que respecta a la evaluación del pasado y, en singular, a la que afecta a lo ocurrido durante la segunda guerra mundial. Una manera de tomarle el pulso a lo que ha acabado por asentarse en países como Ucrania o la vecina Polonia la aportan unas declaraciones del a la sazón ministro de Asuntos Exteriores de este último país, Grzegorz Schetyna, quien afirmó en su momento que Auschwitz fue liberado por ucranianos, circunstancia que justificaría que Putin no fuese invitado a una ceremonia de conmemoración de esa liberación.

Cierto es que del lado de Rusia no han faltado estupideces parejas, como la que señala que apenas hubo ucranianos que peleasen, entre 1941 y 1945, del lado del ejército rojo. Si en el discurso oficial ruso, claramente marcado por el recuerdo de la Gran Guerra Patriótica, se honra, a diferencia de lo que sucede comúnmente en Ucrania –un país cuyas autoridades no han dudado en rendir homenaje a Bandera, colaborador activo, durante un tiempo, de la Alemania hitleriana-, a quienes dieron su vida frente al invasor nazi, harina de otro costal es que la realidad política, económica y social que la Rusia putiniana alienta tenga algo que ver con una propuesta y un sentimiento antifascistas.

 

6.

Y es que quien piense que la Rusia de Putin blande un proyecto antifascista tiene, a mi entender, problemas graves para ordenar los datos más elementales. Bien pudiera ocurrir que la ocupación militar rusa, total o parcial, de Ucrania abra el camino -y permítaseme la licencia de recuperar el término, a buen seguro que panfletario y simplificador, empleado por Putin- a una nazificación del país realizada al amparo de la presencia de los soldados ocupantes.

En la Rusia putiniana se ha asentado un sistema que bebe de una pulsión imperial-militar, que abraza lo que a menudo es un nacionalismo de base étnica y que no duda en defender los valores tradicionales, la familia y la Iglesia ortodoxa. En la trastienda, y con fórmulas autoritarias y represivas por doquier, se ha asentado el inmoral universo de los oligarcas. El panorama se cierra, en fin, con lacerantes desigualdades sociales. No sé qué es lo que todo lo anterior puede tener que ver con un proyecto antifascista, y me parece que la condición de la realidad correspondiente queda mejor retratada al amparo del recordatorio de que en los últimos años Rusia no ha dudado en proporcionar apoyo financiero a fuerzas como el Frente Nacional en Francia o Amanecer Dorado en Grecia.

 

7.

El retrato que acabo de trazar alcanza, dicho sea de paso, a las autoridades del Donbás, putinianas hasta la médula. A duras penas sorprenderá que el sistema forjado en las repúblicas populares de Donetsk y Luhansk ampare también a sus propios extremistas de derecha. No puede  ponerse en duda, de cualquier modo, que en el Donbás ha habido y hay, ciertamente, antifascistas, que, pese a las denuncias verbales que emiten al respecto, mantienen a menudo una relación las más de las veces equívoca y subordinada con los gobernantes locales y con Moscú. Aunque excepciones a buen seguro existen, impregnados de añoranza acrítica de lo que fue la Unión Soviética, rechazan, sí, la dimensión económica y social del proyecto de Putin, pero aceptan, siquiera sea de forma soterrada, la propuesta imperial y autoritaria correspondiente, cuando no beben de la ilusión óptica de un imaginario antifascismo putiniano.

Para completar un escenario lleno de contradicciones, lo suyo es que recuerde que entre los oligarcas originarios del Donbás no ha faltado el temor a que una definitiva incorporación de la región a Rusia coloque las riquezas locales en manos de sus homólogos de Moscú.

 

8.

Desde que, en 1993, leí una tesis doctoral sobre las relaciones entre el poder civil y el poder militar en la Unión Soviética de los años de la perestroika gorbachoviana arrastro un trauma en lo que respecta a los militares de esa parte del mundo. Tan es así que cuando, en muchas ocasiones, he tenido que hablar en público sobre la Rusia contemporánea lo común es que esquive formular cualquier consideración sobre las fuerzas armadas. Aclararé, en fin, que mi tesis está publicada en forma de libro, y que este último bien podría venderse en farmacias, con receta médica, para personas con problemas de insomnio crónico…

Las regiones de Ucrania en el mapa de Johann Baptist Homann: Ukrania quae et Terra Cosaccorum, 1716.

Las cosas como fueren, estoy obligado a subrayar que ya en 2000 verbalizó el presidente Putin la necesidad de acometer una modernización que afectase a la dimensión financiera, a la disciplina, a la preparación para el combate y a la tecnología que se hacían valer en las fuerzas armadas rusas[8].

En la trastienda despuntaban experiencias desastrosas como las verificadas en la primera guerra de Chechenia (1994-1996) y, también, aunque en menor grado, y después, en Osetia del Sur (2008), con fallos graves, en este último recinto, en materia de coordinación. Cierto es que el balance resultó ser más halagüeño –amplío el ámbito cronológico de mis consideraciones-  en la segunda guerra chechena, a partir de 2000, en las intervenciones en Tayikistán y Siria, y en el caso del apoyo a milicias prorrusas en el Transdniestr y en el Donbás. Aun así, y a manera de recordatorio de que los problemas no habían desaparecido, los expertos concluyen que la acción militar rusa en Siria en 2015 mostró quiebras en lo que se refiere al concurso de armas de precisión, a la identificación de objetivos, a las capacidades de reconocimiento aéreo y al empleo de drones de ataque[9].

Aunque la conciencia de los problemas venía de antes, fue el conflicto librado en Osetia del Sur en 2008 –en ese año solo una quinta parte de las unidades militares estaba en disposición de asumir una movilización inmediata[10]– lo que sirvió de punto de partida para el despliegue de un ambicioso programa de modernización. El objetivo mayor parecía ser crear un ejército profesional y flexible en disposición permanente de combate y capaz de hacer frente a operaciones de carácter muy dispar. Al respecto se produjo, antes que nada, un crecimiento notable en el gasto militar, que alcanzó los 69.000 millones de dólares en 2016, un guarismo que aun con ello estaba muy lejos del volumen que presentaba en Estados Unidos -611.000 millones- y en China -215.000 millones-.En ese año en Rusia el gasto militar era un 5,3 por ciento del producto interior bruto –un porcentaje muy por debajo del que se hizo valer en la URSS-, mientras las cifras correspondientes a Estados Unidos y China eran, respectivamente, de un 3,3 y de un 1,9[11]. Los datos que recojo ahora no desmienten el buen sentido de una afirmación que se ha formulado en varias ocasiones en el pasado y que recordaba que, acaso a principios del siglo XXI, los gastos militares de Estados Unidos, de Francia, del Reino Unido y, tal vez, de Alemania, considerados cada uno de estos países por separado, eran entonces superiores al ruso. Señala Renz que hubo que aguardar a 2011 para que Rusia dejase atrás el gasto militar de Francia, y a 2012 para que hiciese lo propio con el del Reino Unido[12].

 

9.

Otro cambio importante afectó a la profesionalización. Bastará con recordar al respecto que si los militares profesionales eran 174.000 en 2011, pasaron a ser 300.000 cuatro años después[13]. El proceso correspondiente no acertaba a resolver de manera convincente, sin embargo, un problema atávico como era el relativo a las dimensiones de las fuerzas armadas rusas. Una estimación señala que el número de efectivos podría situarse en unos 800.000 –alguna versión reduce la cifra a 625.000-, lejos del ejército de un millón de soldados que se decía preconizar[14].

 

El hecho de que una parte significada de los integrantes de las fuerzas armadas sigan siendo reclutas de servicio militar obligatorio invita a concluir que los planes no se están desarrollando como se deseaba. Y que siguen faltando candidatos a sumarse a las unidades militares, circunstancia ratificada en 2008 por una reducción sensible en el tiempo del servicio  obligatorio. En este contexto pueden entenderse medidas como las que han abierto el camino a la incorporación de reclutas que, procedentes de otros países, al cabo de cinco años podían acceder a la nacionalidad rusa; tales iniciativas parecían responder ante todo al propósito de facilitar la llegada de soldados originarios del Asia central[15]. En cuanto a número de efectivos, y por lo demás, Rusia sale mal parada de una comparación con Estados Unidos -1.400.000 soldados- y con China -2.300.000-, tanto más cuanto que, a diferencia del primero de esos dos países, apenas cuenta con aliados fuera de sus fronteras[16].

 

10.

Perviven las dudas, en suma, en lo que atañe a la incorporación de alta tecnología, y ello pese a los progresos realizados en el terreno de la aviación, los submarinos y las defensas navales costeras. Aun con ello, parece innegable que se ha registrado una activa modernización de las fuerzas nucleares estratégicas, de los sistemas de defensa aérea y, en general, de la aviación, que se han verificado mejoras en materia de educación e instrucción[17], que se han realizado incrementos sustanciales en los presupuestos destinados a investigación y desarrollo, y que los pedidos oficiales son cada vez más consistentes y han permitido un incremento sensible en la capacidad de producción de la industria de defensa[18]. Esta última se ha visto un tanto castigada, eso sí, a partir de 2014 por problemas en la recepción de componentes y dispositivos generados por su homóloga  ucraniana[19], y también por atávicos problemas de corrupción, algunas de cuyas consecuencias serían visibles en la guerra que se libra desde febrero de 2022.

En sentido diferente, conviene recordar que la intervención en Siria sirvió, sin embargo, de escaparate para el armamento ruso. Rusia es hoy el segundo exportador mundial de armas –corre a cargo de un 21 por ciento del total-, por detrás de Estados Unidos –un 36 por ciento-[20].

Bettina Renz concluye que aunque es verdad que las prestaciones de las fuerzas armadas han mejorado sensiblemente en comparación con las características de las décadas de 1990 y 2000, siguen estando lejos de las propias de los países occidentales, y en singular de las de Estados Unidos[21]. Más allá de lo anterior, son muchos los estudiosos que estiman que los cambios introducidos, a menudo muy rápidos, han generado problemas en las prestaciones de muchas de las unidades previamente existentes.

 

11.

Dejo atrás la discusión anterior para reconocer que no me resulta sencillo lidiar con la figura de Zelenski. No creo, por lo pronto, en eso que se ha dado en llamar hombres de Estado. Y tampoco creo en héroes que algo tienen de histriónicos. A mis ojos su franca supeditación a la miseria de las potencias occidentales tampoco convierte a Zelenki, sin embargo, en un fascista, que es lo que al cabo parecen sostener algunas mentes descarriadas. Pero, por encima de todo, confesaré que no me queda claro si el presidente ucraniano es un político entregado al despliegue de una ingeniosa farsa o si, por el contrario, una y otra vez le han cortado las alas.

Quiero recordar que Zelenski, un outsider de la política al uso, ganó de manera rotunda las elecciones presidenciales ucranianas de 2019. Enfrentado al presidente anterior, Poroshenko, se hizo nada menos que con un 73 por ciento de los votos. En aquel momento eran dos los mensajes que parecía emitir el nuevo presidente. Si el primero lo convertía en un enemigo frontal de los oligarcas locales, el segundo anunciaba una actitud predispuesta a la negociación con Rusia. Aunque alguien dirá, tal vez, que lo de acabar con los oligarcas estaba fuera de las posibilidades de Zelenski, lo cierto es que los pasos asumidos al respecto han sido más bien pocos e irrelevantes. Claro que esta es una discusión que, con la guerra, pasará inevitablemente a un segundo plano.

Es verdad que, en lo que hace a la negociación con Moscú, Zelenski asumió conceder un grado notable de autonomía a los óblasti de Luhansk y Donetsk sin exigir la disolución previa de las milicias prorrusas. A diferencia del nuevo presidente, y por otra parte, Poroshenko, su antecesor, había defendido la idea de que en el Donbás no procedía organizar elecciones en tanto en cuanto no se produjese esa disolución. Pero al cabo, y aparte algún intercambio de prisioneros, no parece que Zelenski desplegase ninguna medida sólida para conseguir la aplicación de los acuerdos de Minsk sobre la Ucrania oriental. Puede aducirse al efecto, eso sí, y vuelvo a un argumento anterior, que ni Rusia ni las potencias occidentales le dejaron hacer.

Me cuesta trabajo creer, en fin, que a Zelenski no le quedaba otro remedio que echarse en brazos de la OTAN y alejarse de cualquier proyecto encaminado a buscar una Ucrania neutral. Como me lo cuesta concluir que era inevitable que buscase el apoyo de la extrema derecha de su país.

 

12.

Las sanciones que recayeron sobre Rusia en 2014 tuvieron un propósito obvio que mal que bien encontró satisfacción. Me refiero al objetivo de poner la economía del país en una posición difícil. Según una estimación, se trataba de que el producto interior bruto ruso perdiese un punto porcentual cada año[22].

El éxito en cuestión mucho le debía al hecho de que la economía rusa había experimentado en el cuarto de siglo anterior una notable internacionalización. Recuérdese al respecto que, según el Banco Mundial, en 2018 el volumen de las importaciones y de las exportaciones era de un 47 por ciento del producto interior bruto, un porcentaje más alto que el de los correspondientes a Brasil (24 por ciento), China (38 por ciento) y la India (41 por ciento), y también más alto que el que mostraban Estados Unidos (un 28 por ciento) y Japón (un 36 por ciento)[23]. Cierto es que el grueso de las exportaciones rusas se concentraba en las materias primas energéticas, aunque con presencia no del todo despreciable de metales y minerales, y peso creciente de los productos agrícolas. A ello conviene agregar el relieve de las exportaciones de armas y de tecnología nuclear civil.

En lo que a las importaciones se refiere, destacaban la maquinaria y los productos de consumo, junto a muchos bienes de lujo. Pese a que las relaciones mayores lo eran con la Unión Europea, en los últimos años se habían acrecentado las que se desarrollaban con economías no occidentales, y en particular con países asiáticos, con China en cabeza pero presencia significativa, asimismo, de la India, de Corea del Sur, de Japón y de Vietnam. Todas estas circunstancias dibujaban una economía que, en un grado u otro dependiente, hacía difícil imaginar un ejercicio de repliegue autárquico que no generase problemas graves.

 

13.

Es difícil sustraerse al relieve que corresponde a la discusión sobre el gas natural ruso[24]. Se ha dicho muchas veces en los últimos meses que la Unión Europea en general, y algunos de sus Estados miembros en singular, arrastra una delicada dependencia con respecto a los suministros correspondientes. A menudo se olvida, sin embargo, que la dependencia es mutua: Rusia no disfruta, al menos en el corto plazo, de compradores alternativos para su gas, con lo cual está también atada de pies y manos, o, lo que es lo mismo, precisa como agua de mayo las divisas que le deparan sus exportaciones de materias primas energéticas. Los esfuerzos encaminados a desviar hacia Asia una parte significada de esas exportaciones todavía no han producido todos los efectos deseados.

Hace unas semanas coloqué en las redes sociales, con vocación irónica, un comentario que señalaba que si en la Ucrania de estas horas alguien quiere salvar el pellejo, está claro lo que tiene que hacer: plantar su tienda de campaña en las proximidades de un gasoducto. Y es que nadie bombardea los gasoductos: no lo hace el ejército ruso, pero tampoco lo hace el ucraniano. Sabido es que en 2006 y 2009 se registraron sendas crisis del gas en la relación entre Rusia y la Unión Europea, crisis provocadas, dicho sea de paso, por desavenencias comerciales entre Moscú y Kyiv. El efecto mayor de esos desencuentros fue que durante unas horas se interrumpieron los suministros de gas natural ruso a la Unión Europea. En 2014, y con una sangrienta guerra abierta en el Donbás, saldada con el paso del tiempo en acaso 15.000 muertos, nunca se interrumpieron, sin embargo, los suministros a la Europa occidental. Poderoso caballero es don dinero, que escribió Quevedo cuatro siglos atrás. O, al menos, poderoso caballero lo ha sido hasta el verano de 2022, cuando los avatares de la guerra ucraniana pueden estar modificando reglas del juego hondamente asentadas.

 

14.

Me preguntan en Logroño por la posibilidad de que una explicación central de la intervención militar rusa en Ucrania sean las presiones que la Iglesia ortodoxa habría ejercido en Moscú sobre el poder político para zanjar un cisma de carácter religioso. Respondo sucintamente que me parece que la tesis es en exceso imaginativa. Entiendo que en la Rusia de estas horas es el poder político el que dicta reglas y obligaciones al poder religioso, en el buen entendido de que este último, ciertamente, se ve beneficiado por una posición prominente.

Así lo testimonió, sin ir más lejos, la revisión constitucional de 2020, que incluía referencias a Dios, al matrimonio como unión entre un hombre y una mujer, y a los valores tradicionales de la familia. La Iglesia ortodoxa rusa tiene, por añadidura, una presencia creciente en el sistema educativo y en las fuerzas armadas. Aun con ello, en la turbamulta de disputas que están por detrás de la guerra ucraniana lo prudente es no desdeñar que esta que ahora me ocupa tenga, también, su relieve.

No está de más que preste alguna atención al cisma que acabo de invocar[25]. Empezaré recordando que dicen ser cristianos ortodoxos el 71 por ciento de los rusos y el 78 por ciento de los ucranianos. En Ucrania, y en particular en el occidente del país, tiene un peso innegable, con todo, la Iglesia uniata greco-católica. En 2018 se registró una reunificación entre la Iglesia ortodoxa-Patriarcado de Kyiv y la Iglesia ortodoxa autocéfala ucraniana. Aunque el Patriarcado ecuménico de Constantinopla reconoció la autonomía de la nueva Iglesia, el de Moscú la declaró cismática, de tal suerte que se ha abierto camino una confrontación franca. El Patriarcado moscovita, que no oculta su deseo de unificar bajo su tutela a otras Iglesias, es, en paralelo, parte importante de un renacido proyecto imperial.

Las tensiones han ido a más de la mano de la guerra que cobró cuerpo en febrero de 2022. Aunque el patriarca de Moscú, Kirill, pidió se hiciese lo posible por evitar muertes entre los civiles y solicitó se ayudase a los refugiados, en momento alguno demandó expresamente el final de las operaciones militares rusas en un escenario en el que avalaba las explicaciones esgrimidas por el presidente Putin en relación con la invasión de Ucrania. El final de esas operaciones fue reclamado, en cambio, por las Iglesias ucranianas, por el metropolita de Kyiv –dependiente del Patriarcado de Moscú- y también por un nutrido grupo de sacerdotes rusos.

 

15.

Permítaseme que abra aquí un hueco para glosar algunos de los muchos lugares comunes que marcan indeleblemente la visión que nuestros medios de comunicación ofrecen de la guerra ucraniana y de su entorno. Voy a rescatar al respecto tres ejemplos.

El primero lo aporta la percepción que, en lo que se refiere a la corrupción en los países del oriente europeo, se revela en nuestros medios de incomunicación. Pareciera como si la corrupción fuese siempre, y sin más, una secuela insorteable de la era soviética. En muchos casos se invoca al efecto un prefijo, post-, que está cargado de equívocos. Concluyo que su empleo de la mano del adjetivo postsoviética las más de las veces permite deslizar la especie de que no tiene sentido escarbar en claves de explicación de la corrupción que, estrictamente contemporáneas, se vinculen con crudeza con el capitalismo liberal y sus juegos.

Voy a por el segundo ejemplo, que en este caso me obliga a acercarme a un fenómeno que en estas páginas no suscita mayormente mi atención. Me refiero a los polémicos y controvertidos movimientos rusos en relación con las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016. Doy por descontado –antes en virtud de la intuición que del conocimiento- que esos movimientos, o muchos de ellos, existieron. Me resulta extraño, sin embargo, que susciten tanta sorpresa. Como si la Agencia Central de Inteligencia norteamericana no hubiese actuado de la misma manera en un sinfín de lugares y momentos. O como si el presidente estadounidense Clinton, y es un ejemplo entre muchos, no hubiese movido sus influencias en provecho de Yeltsin con ocasión de las presidenciales rusas de 1996.

Añado un último ejemplo de los tópicos que nos acosan. En alguna ocasión me he referido al abuso, o en su caso al desprecio de otras posibilidades de interpretación, del que ha sido objeto el recordatorio de que el presidente Putin procede de los servicios de inteligencia y de seguridad de la Unión Soviética, primero, y de la Rusia independiente después. Me limitaré a señalar que en la URSS de la década de 1980 el KGB –los servicios de seguridad e inteligencia- pareció situarse a menudo en posiciones reformistas, y ello por efecto de una razón fácil de explicar: era una instancia que disfrutaba de una información privilegiada que a duras penas podía ocultar el resquebrajamiento de todas las relaciones en el modelo correspondiente. No se me malinterprete: no estoy diciendo que, de resultas de lo anterior, Putin sería ontológicamente un reformador. Me estoy limitando a señalar que su origen profesional no obliga a extraer conclusiones tan simples y, acaso, tan precipitadas como las que inundan nuestros medios de incomunicación.

 

16.

Creo que en adelante tendremos que acostumbrarnos a lidiar con conflictos sucios en los que el currículo penal de los agentes que operan sobre el terreno dejará mucho que desear. Lo digo de otra manera: se me hace muy cuesta arriba concluir que vamos a tener que encarar conflictos como los de Palestina o el Sáhara occidental, en los cuales, a mi entender, es muy sencillo identificar agresores y víctimas.

Propongo un ejemplo de lo que quiero decir: el que proporciona la relación que los agentes que se revelan en el conflicto ucraniano mantienen con el derecho de autodeterminación. Postulan este último cuando les interesa, pero lo dejan visiblemente en el olvido cuando no les conviene. Estados Unidos blandió en los hechos el principio correspondiente en Kosova en 2008, pero rechazó su vigor en Osetia del Sur y en Abjazia ese mismo año, y en Crimea, después, en 2014. Sobre el papel la posición oficial rusa era más consecuente, aunque no fuera en modo alguno la mía. Rusia rechazaba palmariamente el vigor del principio en cuestión. Hasta que llegó Crimea en marzo del mentado año 2014 y decidió cambiar de opinión…

 

17.

El nombre de un país muy alejado, China, sobrevuela el conflicto ucraniano. Sin perjuicio de lo que anotaré más adelante, bastará ahora con que recuerde que a menudo se ha dicho, por ejemplo, que Rusia acabará por sortear las sanciones económicas internacionales por cuanto acrecentará sensiblemente los flujos comerciales con Pekín.

Es posible que la afirmación anterior se ajuste a la realidad, tanto más cuanto que las relaciones ruso-chinas son cordiales. Pero conviene no perder de vista que en esas relaciones no faltan los problemas. Me limitaré a enunciar tres de ellos que tienen, a mis ojos, singular enjundia. El primero no es otro que el tamaño de las economías respectivas. Cuando la Unión Soviética se desintegró en 1991, el tamaño de la economía rusa era similar al de la china. Hoy el de esta última es entre cuatro y cinco veces superior al de la rusa, de tal forma que las capacidades de influencia y de presión de una y otra son, obviamente, muy dispares.

En un segundo escalón, bueno será que recuerde que la percepción de las relaciones internacionales que defienden los dirigentes chinos y los rusos es muy diferente. A los ojos de los primeros, y aunque esto comúnmente no se verbalice, el planeta estaría encabezado por dos grandes potencias. Si una de ellas sería Estados Unidos, la otra la configuraría, claro, la propia China, que en este menester habría reemplazado a la Unión Soviética de antaño. Me permito agregar, en tercer y último lugar, que desde mucho tiempo atrás, tal vez desde el siglo XIX, los gobernantes rusos en Siberia, y por extensión los de Moscú, temen que un incremento sustancial de las relaciones comerciales con Pekín acabe por traducirse en la sibilina llegada a la Siberia recién mencionada de poblaciones chinas que podrían alterar delicados equilibrios demográficos. Efecto mayor de ese temor es en ocasiones, y como puede intuirse, la aplicación de una suerte de freno en unas relaciones que a la postre no acaban de cuajar.

Las cosas así, concluir, como a menudo se hace, que una alianza ruso-china está llamada a asentarse sin problemas mayores es acaso errar el tiro.

 

Notas

[1] Citado en Stephen Cohen, War With Russia? From Putin & Ukraine to Trump & Russiagate, Hot, Nueva York, 2019, pág. 9.

[2] Véanse Ricardo Martín de la Guardia, Rodrigo González Martín y César García Andrés, Conflictos postsoviéticos. De la secesión de Transnistria a la desmembración de Ucrania, Dykinson, Madrid, 2017, e Irina Zviagélskaya, Blizhnevostochni klintch, konflikti na blizhnem vostoke i politika Rossii, Aspekt, Moscú, 2014.

[3] Véanse Alain Benoist y Aleksandr Duguin, Eurasia. Vladimir Putin e la grande política, Controcorrente, Nápoles, 2014; Aleksandr Duguin,  Osnovi gueopolitiki. Gueopolitichéskoye budúsheye Rossii, Arktogueya, Moscú, 1997; Aleksandr Duguin, Belíkaya voiná kontinentov, Arktogueya, Moscú, 2005; Thomas Flichy (dir.), Chine, Iran, Russie: un nouvel empire mongol? Lavauzelle, sine loco, 2013; Andréi Kolésnikov, Vladímir Putin. Mezhdu Evropoi i Azie, Kommersant, Moscú, 2005, y Marlène Laruelle, Russian Eurasianism. An Ideology of Empire, Woodrow Wilson Center/The Johns Hopkins University, Washington-Baltimore, 2012.

[4] VVAA, Noticias desde Rusia, Ucrania, Kazajistán, Bielorrusia, Descontrol, Barcelona, 2022, pág. 205.

[5] Taras Kuzio, Putin’s War Against Ukraine,(Taras Kuzio, sine loco, 2017, pág. 19.

[6] Serhy Yekelchyk, Ukraine. What Everyone Needs to Know,Oxford University, Oxford, 2020, pág. 150.

[7] VVAA, Noticias desde Rusia…, op. cit., pág. 144.

[8] Bettina Renz, Russia’s Military Revival, Polity, Cambridge, 2018, pág.  61; también Margarete Klein, Russia’s Military on the Rise? Transatlantic Academy Paper Series, 2016.

[9] Renz, op. cit., pág. 80.

[10] Renz, op. cit., pág. 64.

[11] Tatiana Kastouéva-Jean, La Russie de Poutine en 100 questions, Tallandier, París, 2020, págs. 245-246. Otras estimaciones, probablemente ajustadas a criterios de medición diferentes, hablan de 90.000 millones de dólares de gasto en defensa en 2015; véase Renz, 2018:

[12] Renz, op. cit., pág. 73.

[13] Renz, op. cit., pág. 65.

[14] Renz, op. cit., pág. 67.

[15] Mark Galeotti, The Modern Russian Army, 1992-2016, Osprey, Oxford. 2017, pág. 41.

[16] Renz, op. cit., pág. 69.

[17] Renz, op. cit., págs. 65-66.

[18] Renz, op. cit., pág. 77.

[19] Renz, op. cit., pág. 82.

[20] Kastouéva-Jean, op. cit., pág. 246.

[21] Renz, 2018: 79.

[22] Sergio Romano, La scomessa di Putin, Longanesi, Milán. 2022, pág. 53. No se trata de que reculase un 1 por ciento cada año en términos absolutos, sino de  que, por llevar el caso a un ejemplo, en vez de crecer un 4 por ciento lo hiciese un 3.

[23] Richard Connolly, The Russian Economy,(Oxford University, Oxford, 2020, pág. 97.

[24] Véanse Antonio Sánchez, Gas y política en Rusia: impacto interno y proyección exterior, Universitat de València, Valencia, 2006, y Lyudmyla Synelnyk, Energieressourcen und politische Erpressung: Der Gasstreit zwischen Russland und der Ukraine, Diplomica, Hamburgo, 2013. Las relaciones entre el Estado y el complejo de la energía se estudian en Marshall I. Goldman, Petrostate: Putin, Power, and the New Russia, Oxford University, Oxford, 2008.

[25] Véase Massimo Rubboli, La guerra santa di Putin e Kirill, GBU, Chieti Scalo, 2022.

 

Carlos Taibo es un conocido docente, analista y activista español. Ha sido docente de ciencia política en la Universidad Autónoma de Madrid, y entre sus publicaciones más recientes se incluyen libros sobre decrecimiento, globalización y alternativas. Ha sido también un analista de la política rusa por largo tiempo, y entre sus libros más recientes ha abordado el conflicto en Chechenia.

El presente artículo recoge el contenido del capítulo III del libro del autor, En la estela de la guerra de Ucrania. Una glosa impertinente (Catarata, Madrid, 2022), que se reproduce con su permiso.

Más informaciones y contacto en www.carlostaibo.com

Publicado en la web Palabra Salvaje el 9 diciembre 2022.La versión completa, con todas las imágenes, publicada en la revista Palabra Salvaje No 3 (diciembre 2022) se descarga aquí….

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