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Paul E. Maquet
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En estos tiempos de pestes, hambre y violencias, cuando parece que ya “se quemó la tercera parte de la tierra” y “la tercera parte de los árboles ardió”, ¿dónde están esos jinetes del apocalipsis, que con sus trompetas anuncian un cambio total?
Están allí, están tocando las trompetas. El que tenga oídos, que escuche.
Son los movimientos feministas, los movimientos indígenas, los movimientos ecologistas, los movimientos de crítica a la democracia y los movimientos de crítica a la economía. Allí están: la música de sus trompetas ha creado un huracán que derrumbará la Babilonia globalizada abriendo paso a nuevos tiempos.
Los movimientos feministas han emergido con fuerza para ponerlo todo de cabeza. Para hacer realidad el derecho pleno a la igualdad: la igualdad de participación, que no significa nada sin paridad; el igual respeto a la libertad y a la vida de las mujeres, es decir, la garantía de una vida sin violencias y con libertad para decidir sobre sus cuerpos; y el igual goce de su tiempo para trabajar, para participar y para usarlo libremente en lo que valoran y disfrutan.
La lucha por la igualdad de género, cuando se asume en toda su dimensión, no puede limitarse a buscar la igualdad entre hombres y mujeres dentro de este mismo sistema. Porque esa lucha lleva inmediatamente a cuestionar los cimientos del sistema. En primer lugar, cuestiona la distribución del tiempo, que es en realidad el único recurso “no renovable” del que disponemos los seres humanos. Y quizá nadie ha llevado hasta sus últimas consecuencias la crítica feminista de la economía con la radicalidad con la que lo ha hecho Frigga Haug, quien ha mostrado que para destruir a la Bestia patriarcal-capitalista-productivista es necesario quitarle el alimento que devora con voracidad: nuestro tiempo. Y redistribuirlo entre las cuatro dimensiones de la vida humana: la producción, el trabajo de cuidado, la participación política o comunitaria, y la realización y disfrute personal. Cuatro horas para cada cosa.
Ello implica reducir la jornada laboral a cuatro horas, como lo han propuesto también agudos críticos de la economía, entre ellos el peruano Carlos Tovar (1), que propone una huelga mundial inspirada en el movimiento que conquistó hace cien años las históricas ocho horas. Desde entonces, explica Tovar, la productividad se ha multiplicado, lo que significa que las empresas cada vez pueden producir más rápidamente. Gracias a la automatización, a la digitalización y al avance tecnológico, cada vez producimos el dinero de nuestro salario en menos tiempo de trabajo. Pero ese avance técnico no nos libera, sometido como está a la voracidad de la Bestia productivista que sigue devorando nuestro tiempo. Por el contrario, la tecnología produce cada vez nuevos desempleados y al mismo tiempo arrincona a los aún-empleados, que se ven obligados a auto-explotarse y a “sudar la camiseta” por temor al fantasma del despido.
La crítica a la economía también ha llevado a cuestionar la desigualdad extrema del capitalismo globalizado, y a proponer como solución una renta básica universal financiada con una política tributaria más progresiva. Sin embargo, probablemente nadie ha apuntado con tanta precisión al corazón de la Bestia productivista como Tovar, Haug otros que coinciden en proponer la reducción de la jornada laboral: antes que redistribuir la plusvalía generada por el capitalismo, se trata de redistribuir el tiempo con el que se genera esa plusvalía, abriendo oportunidades inimaginadas para la participación, la libertad y la igualdad.
Pero el movimiento feminista también nos ha hecho volver la mirada a aquello que estaba oculto tras las puertas de nuestras casas, a ese tiempo de trabajo invisible que no “da plata” pero que sostiene la vida: el trabajo de cuidado. Y entendiéndolo en toda su profundidad, está pasando de reivindicaciones inmediatas, como el reconocimiento salarial del trabajo de cuidado, a un replanteamiento general de la vida a partir del paradigma del cuidado. ¿Cómo sería un mundo organizado para el cuidado? ¿Un mundo donde cuidemos y aseguremos la reproducción de la naturaleza, en vez de someterla a la agresiva extracción de plusvalía? ¿Una política donde nos cuidemos entre compañeras y compañeros, en vez de guiarnos por las lógicas del dominio y la hegemonía? ¿Un mundo donde el cuidado de la salud y de la buena alimentación esté por encima del negocio? ¿Con ciudades hechas para las niñas y los niños, ciudades amables, pedagógicas y sin violencias?
El movimiento indígena, por su parte, nos anuncia la terca persistencia de esas otras maneras de pensar la vida. Mientras el mundo occidental nos ha encandilado con los fuegos artificiales del “desarrollo”, los pueblos indígenas nos dicen “no nos interesa tu desarrollo”. Y Babilonia no entiende y grita ferozmente “¡ya ven! ¡son antidesarrollo! ¡son terroristas!”. Pero para responder al desafío indígena no basta con hacer estudios que demuestren que “los impactos” del “desarrollo” pueden ser “mitigados”: para sentarse a conversar de igual a igual con los pueblos indígenas en resistencia hay que estar dispuestos a aceptar que, quizá, es nuestro desarrollo el que está equivocado. Que quizá es mejor que el petróleo se quede bajo tierra, que el oro siga en el seno de las montañas, que los árboles sigan en su lugar, porque no habrá valor económico capaz de compensar la destrucción de los territorios con los cuales las naciones indígenas han convivido durante miles de años.
El conocimiento moderno-occidental ha sido como un niño engreído y arrogante que miraba con desprecio a sus abuelos, que más saben por viejos que por diablos. Pero poquito a poco, las ciencias occidentales se están aproximando a las mismas conclusiones de los sabios indígenas: todo está relacionado con todo, la Tierra está viva, los seres de la Naturaleza actúan con inteligencia y sensibilidad, y los seres humanos pertenecemos a un entramado de relaciones ecosistémicas que no podemos “dominar”.
El movimiento ecologista, por su parte, nos anuncia la urgencia. No se trata de discusiones abstractas sobre qué mundo nos parece más bonito: se trata de un desafío existencial. Si no derrotamos a la Bestia extractivista-productivista-consumista, nuestros hijos vivirán en un mundo apocalíptico, no en términos metafóricos sino reales. Tenemos muy poco tiempo, como mucho diez años para evitar las peores consecuencias a largo plazo del colapso climático. Y ya sabemos que no se trata de corregir algunas cositas, como no tirar las bolsas de plástico o reciclar: para mantener las condiciones ecológicas que han permitido la civilización humana en los últimos 200 mil años, urge una transformación profunda de la economía global. Y urge entender que somos nosotros, los seres humanos, los que debemos adaptar nuestra economía y nuestra vida a los ciclos y límites de la Naturaleza, y no pretender que la Naturaleza se adapte a nosotros y a nuestra voracidad.
El movimiento ecologista integra en buena medida las banderas de una vida centrada en el cuidado, de la crítica a la economía capitalista globalizada enloquecida por la extracción de plusvalía, y del rechazo a la imposición de un “desarrollo” incapaz de dialogar con otras maneras de entender la convivencia entre los seres humanos y la Naturaleza. Acoge pues en su seno los aportes de la crítica de la economía, del movimiento feminista y ecofeminista, y de los movimientos indígenas.
Pero hay un jinete más, que con la furia de su trompeta anuncia el derrumbe de la política tal como la conocimos en los tiempos de Babilonia. Si nos contaron que “el fin de la Historia” era el dominio infinito del capitalismo globalizado y de la democracia liberal, ahora no solo sabemos que la economía está destruyendo la Naturaleza, sino que asistimos a la decadencia de los sistemas políticos occidentales. Síntomas como Trump y Bolsonaro no muestran solo los peligros de que un ególatra acceda al poder: muestran el vaciamiento de sentido de las instituciones democráticas, cooptadas por el dinero y desconectadas de la gente. Trump mismo fue elegido inicialmente como rechazo a una “democracia” que vendía una fantasía de consumo y derroche al mismo tiempo que dejaba a miles sin empleo y sin vivienda.
Las crisis de las democracias modernas enfrentan tres soluciones: el neofascismo autoritario; el statu quo tecnocrático que vacía de contenido la democracia; y la consolidación de autoritarismos centralizadores por izquierda, inspirados en el modelo chino o en el populismo latinoamericano. Pero hay un camino de esperanza: la transformación creativa de nuestros sistemas políticos. En ese camino, la única receta es la imaginación: ¿cómo podemos reconstruir formas de gobernarnos colectivamente?
Uno de los aires más frescos que circulan en medio de esta tormenta es la propuesta de sortear los cargos políticos. Ante la pérdida de legitimidad de nuestros representantes, se propone reivindicar la herejía primera de la democracia: el “cualquiera puede ejercer el poder”, como nos lo recuerda Rancière. Con las elecciones no elegimos a “los mejores” -una idea más aristocrática que democrática- sino a los que tienen tiempo y recursos económicos para dedicarse a la política profesional. El sorteo puede devolverle a la democracia lo que le falta: el pueblo, la legitimidad de la participación popular, la sencillez del sentido común y la buena fe de la gente que no está sometida a los intereses creados del poder.
He allí los jinetes que han venido a anunciar los nuevos tiempos.
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Notas
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1. Tovar ha escrito tres libros en los últimos años profundizando su propuesta, así como ha realizado innumerables presentaciones y conferencias. Para más detalle sobre su trabajo y la propuesta de una jornada de cuatro horas laborales, véase: Tovar (2014) El socialismo en 4 horas. En video: Tovar (2010) Manifiesto del siglo XXI: https://youtu.be/aB8D_9_fZRI
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Paul Maquet, peruano, es académico, periodista e investigador, habiendo colaborado con varias organizaciones como Cooperacción. Las fotografías son del autor y corresponden a la marcha Ni Una Menos, Lima, 2020. Publicado originalmente en Palabra Salvaje, 11 de noviembre 2020. Se permite la reproducción siempre que se cite la fuente.