Bitácora de lo que salió peor: seis meses de Covid19 en Bolivia

 

Marco Antonio Gandarillas Gonzáles

 

El 12 de septiembre se cumplieron seis meses desde que las autoridades bolivianas dieron a conocer el primer caso de Covid19. La trama dió inicio el 12 de marzo cuando las autoridades declararon emergencia nacional a través del Decreto Supremo No 4179. Desde entonces han transcurrido 180 días de muerte y de crisis múltiples sobrepuestas.

Para comprender la situación de muerte es necesario hacer una reconstrucción cuantitativa y cualitativa. En este primer semestre de Covid19 se contaron oficialmente 7297 decesos. La mitad de estos en Santa Cruz, foco principal de la pandemia. La letalidad más alta también ha estado en ese departamento (8,8%) seguido de cerca por Cochabamba (7,8%), ambos por encima de la media nacional (5,79%). Cifras que doblan la media de mortalidad Covid19 del continente (3,44%).

Bolivia ha sido noticia internacional por la crisis funeraria que se vivió, especialmente durante los meses de junio y julio. En el departamento amazónico de Beni, para atender la ola de muertes, se habilitaron dos cementerios de fosas comunes Covid19. Ante el abandono total de las autoridades encargadas, en Cochabamba se dejaban los cadáveres en las aceras de varias zonas. Esta situación se repitió en otros departamentos, en los que se llegaron a contar más de cuatro centenas de muertos arrojados en las calles.

Las cifras oficiales de muertes están siendo cuestionadas. Periodistas del New York Times han indagado en los datos del Registro Civil en donde se cuentan cerca de 20 mil muertes adicionales en estos meses. La reciente incorporación (el 7 de setiembre) de 1570 muertos no contabilizados en Santa Cruz en los meses anteriores, apunta a verificar la denuncia periodística de un marcado subregistro (se menciona 4 a 5 veces más muertos de los oficialmente reportados). De ser así, Bolivia podría acercarse a Ecuador, el país de la región, con el porcentaje más alto de letalidad (9,33%).

 

¿Cómo sobrevivimos?

En el centro de La Paz, donde viví la pandemia, atravesamos por un carrusel de emociones. Los primeros meses cundió el miedo, nos encerramos y, por primera vez en años, el silencio se hizo de la ciudad.

Al igual que con la última crisis, pre y post caída de Evo, la desesperación se apoderó de los mercados de abasto. Esta vez no llegaron a escasear los productos pero todo subió de precio. Los alimentos siguen siendo los bienes más demandados.

Poco a poco, tuvimos que aprender a salir a hacer las compras con mucho miedo, munidos de mascarillas (el principal producto y nuevo negocio ambulante de la pandemia), lentes empañados, trajes de “bioseguridad”, que nos midan la temperatura y nos rocíen con alcohol y quién sabe qué productos. Las filas, que son comunes aquí, se multiplicaron por todo y para todo. La cotidianidad pasa ahora por una larga fila.

En este tiempo, las caseras del mercado vieron recortadas sus jornadas a seis o menos horas diarias y solo entre semana. Acostumbradas a vivir en el puesto de mercado, solían decirme que no sabían qué hacer en sus casas, que allí se aburrían. Tras toda una vida trabajando de sol a sol, no estaban acostumbradas a “estar sin vender” o a tener que hacer cosas como cocinar para ellas mismas todos los días.

Este fue quizás el cambio más grande en la cotidianidad de los habitantes de esta urbe, en la que la mayor parte de las familias trabajadoras viven y comen en la calle.

Las primeras víctimas económicas fueron casi todos los restaurantes que ya han cerrado o están por hacerlo. Las pensiones de oficinistas, los negocios de comida rápida y los puestitos de la noche paceña no pudieron sobrevivir tanto tiempo a media máquina.

Del edificio en el que vivo se han ido muchas personas. Para quienes deben pagar un alquiler, la situación se ha tornado insostenible. Similar situación se ve con los pequeños negocios de la zona, cada día uno menos. Lo que prolifera son nuevos negocios de productos Covid19 y multitud de personas vendiendo lo que pueden o pidiendo limosna.

Para quienes hemos podido permitirnos pasar la mayor parte de la pandemia encerrados, el tiempo ha trascurrido lentamente. En pocas semanas empezamos a perder la noción entre los días ordinarios y los fines de semana, entre los horarios de oficina y cualquier otra hora del día. Dormir se hizo difícil, despertarse también. El virus ha provocado mucha ansiedad y desvelo.

Desafortunadamente tuvimos que pisar, en dos ocasiones, los centros médicos, a los que llamo después de estas experiencias los “infiernos Covid”. La primera vez, en el segundo mes de la pandemia fuimos a un hospital municipal cercano. Entonces, las restricciones de movilidad eran tan severas que los pocos pacientes que llegaban desde lejos debieron hacer milagros para conseguir transporte. Para algunos de ellos todo fue en vano porque eran rechazados por el riesgo de contagio.

Una mujer, en muy mal estado, no pudo pasar la puerta. El personal la despachó antes de cruzar el túnel de desinfección que ni siquiera estaba funcionando. Le dijeron que se fuera a un hospital para Covid. La familia no sabía qué hacer porque la movilidad en la que llegaron los dejó varados. No sabemos si pudo sobrevivir.

El personal médico que nos atendió se moría de miedo. Detrás de sus improvisados trajes de protección, apenas podían vernos o lográbamos comunicarnos. Demoramos varias horas porque parecían estar muy alterados y se olvidaban a quién estaban atendiendo. El alivió fue salir de allí.

La próxima vez que nos tocó ir a un centro médico fue peor todavía. El número de muertos y contagios crecía y los hospitales parecían aún más infranqueables. Logramos entrar a una clínica privada que, de forma recurrente, nos preguntaba por nuestra capacidad de pago. Nos hacían saber que sería muy costoso. Sospecho que en más de una ocasión nos grabaron mientras nos decían lo que podría costarnos.

También vimos cómo rechazaban a los enfermos. La gente golpeaba los vidrios de la puerta de ingreso rogando por atención a sus seres queridos. El personal respondía que no había espacio. Nosotros vimos camas vacías y tanques de oxígeno llenos. El guardia de la puerta, que observaba el miedo que sentíamos, nos dijo: “esto no es nada, aquí mismo ayer murió un señor mientras esperaba”. Salimos de ahí de madrugada, después de pagar un dineral por un examen de sangre y una radiografía.

 

¿Qué salió mal?

Para comprender las diferentes dimensiones del desastre hace falta mirar con detenimiento a las múltiples crisis que se han alimentado entre sí. La primera y más importante, en órden de dar cuenta del elevado número de muertes del contexto Covid19, la crisis política.

No se trata de una crisis nueva, ni siquiera se remonta sólo a los hechos que derivaron en la salida del poder de Morales y su partido en octubre de 2019. Esta crisis es más profunda y de más larga data. El último antecedente se remonta al referendum de 2016. Desde entonces, las fisuras se han ensanchado desde los grupos políticos a la sociedad. El resultado es una polarización que ha tomado al propio Covid19 como campo de disputa.

Las autoridades de todos los niveles han estado enfrascadas en distintos tipos de tensiones marcadas por el entorno electoral. Bolivia debía ir a las urnas en mayo, pero debido a la pandemia las elecciones fueron postergadas en dos oportunidades, hasta que se llegó a un reciente y trabajoso acuerdo (con un grave conflicto y muertes de por medio). Finalmente se fijó la fecha de las elecciones para el domingo 16 de octubre.

En un lado de la vereda están las fuerzas que todavía controla Evo Morales desde Buenos Aires. La asamblea legislativa, gobernaciones y municipios del MAS (Movimiento al Socialismo) han tratado de bloquear al gobierno, en algunos casos literalmente con dinamitas y rocas. Este, a su vez, ha estado envuelto en numerosas denuncias de corrupción y ha priorizado la campaña electoral a la gestión de la crisis sanitaria. Los desacuerdos entre ambos se terminaron volcando a la calle. El más importante conflicto duro más de dos semanas en el mes de julio (en pleno pico de contagios) y provocó decenas de muertes y miles de nuevos contagios.

Las medidas que las autoridades de todos los niveles tomaron para hacer frente al Covid19 se caracterizaron por la improvización y el proselitismo. Por ejemplo, el gobierno nacional aprobó 76 Decretos Supremos hasta la fecha. Entre ellos, los que autorizan a pagar bonos sin una identificación seria de los grupos económicamente vulnerables. Sin embargo, a pesar del elevado número de medidas emitidas, no fueron capaces de fortalecer a los centros hospitalarios con equipamientos e insumos de bioseguridad o realizar las pruebas suficientes al inicio de la crisis. Recientemente, cuando los contagios ya están muy extendidos, se realizan rastrillajes muy precarios.

Por su parte, la Asamblea Legislativa, controlada en 2/3 por el MAS, emitió 12 leyes en este periodo. Algunas de estas, por ejemplo,  para promover el uso del polémico dióxido de cloro. Casi todas estas normas, por su evidente carácter proselitista, crisparon más las relaciones con el ejecutivo.

En medio de estas tensiones, el personal en primera línea ha estado bajo un incesante ataque sociopolítico. En diferentes regiones de Bolivia se han reportado actos de violencia extrema contra el personal sanitario. Esto viene sucediendo desde hace años en el marco de un conflicto prolongado que el gobierno de Morales tuvo con ese sector. Eso explica que durante la pandemia los militantes de ese partido tomaron por la fuerza centros de salud, secuestraron y vejaron a médicos y pacientes y apedrearon sistemáticamente ambulancias. Por otro lado, este mismo personal, ha soportado condiciones de trabajo precario: sin insumos, sin indumentaria, sin contratos laborales ni el pago puntual de sus salarios.

El resultado de todos estos elementos juntos es una tormenta perfecta que le costó la vida a miles de personas. Empezando por las del propio personal sanitario. Denuncias de los gremios sanitarios refieren al menos cuatro centenas de sus colegas muertos hasta agosto. El dato es catástrofico a largo plazo considerando que Bolivia tenía, antes del Covid19, uno de los índices más bajos de médicos por habitantes: apenas 1,6 x 1000. Recuperarnos de esta pérdida puede tomarnos una o más generaciones.

Entretanto, el virus tocó la puerta de muchos seres queridos, amigos/as cercanos pasaron con mucha angustia por el suplicio de buscar las pruebas, peregrinar por medicinas (en julio no se enontraban ni aspirinas) o lograr la atención médica. Sufrieron doblemente, por el dolor de perder a quienes querían y no saber qué hacer con los cadáveres por varios días. Sus penas nos tocaron muy hondo.

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M. A. Gandarillas González, boliviano, es sociólogo. Es un conocido militantes e investigador en derechos humanos, ambiente y políticas extractivistas; actualmente es investigador asociado y doctorante en CIDES, Universidad Mayor San Andrés, La Paz.Las imágenes muestran a la Avenida Ecuador, en La Paz, usualmente repleta de personas y vehpiculos, desierta en marzo; y una de las filas que deben hacer las personas, en ese caso a las 07 horas, bajo lluvia, a lo largo de 200 metros, para ingresar al supermercado del barrio. Las fotos son del autor.

Publicado originalmente en el siito web Palabra Salvaje, 16 de setiembre de 2020. Se permite la reproducción siempre que se cite la fuente. Publicado en la revista Palabra Salvaje No 1; el número completo aquí…